Al ascender por las calles de la ciudad alta, la lluvia arreció. Bajo un aguacero opaco e implacable, siguió caminando sin buscar refugio alguno. Las aceras, desiertas. Los comercios se mostraban desposeídos, manifestando una tristeza huidiza. Cruzó la amplia calzada que conduce al antiguo foro. Las robustas lajas de piedra del pavimento, desgastadas por los siglos, formaban oquedades entre las cuales se hundían sus pies. Sorteó sin prisa algunos automóviles morosos que salpicaban inclementes. La caída oblicua de aquellas ráfagas impetuosas impregnó su pelvis. No tardó en calarse. El agua alisaba sus cabellos hasta pegarlos al rostro, a la nuca. La ropa se encogía sobre el cuerpo y empezó a pesarle. Notaba las piernas densas. Advirtió el goteo sobre su boca, y lo agradeció. La curiosidad le podía. Sorbió los hilillos que escurrían a través de sus cejas, de su nariz, hasta resbalar por la comisura de sus labios. La húmeda frescura le causó cierta sensación placentera. Sacó la lengua y rebañó la frágil carnosidad de su boca. Este gesto le trasladó repentinamente a la infancia, cuando se situaba en la vertical de las gárgolas del Duomo con la boca abierta. En otras circunstancias hubiera corrido para salvar la llovizna. Hoy necesitaba este gesto de desnudez. Una decisión improvisada, críptica, pero asumida. Subió por el viejo corso, dejando a un lado las ruinas imperiales, refulgentes como en los mejores tiempos de magnificencia. De algunas paredes sobresalían canalones cuyo estado deficiente hacía temeroso no apartarse. Oteó algunas imágenes apagadas tras los ventanales de las fachadas, escasamente translúcidos. No le importó lo que nadie pudiera pensar de su actitud y, seguramente, tampoco le reconocerían. Al llegar a la gran escalinata del Ducale se apoyó en la baranda de mármol y descansó. Luego subió lentamente, como una vestal que retorna tras una fuga loca de la que se hubiese arrepentido. Pero ella no regresaba. Ella se disponía a partir y el agua era una señal. Tal vez fue una casualidad elegir esa especie de ablución como un símbolo exclusivamente pensada para sí. Al alcanzar el mirador del Belvedere, respiró profundamente, se irguió, movió sus muñecas mientras se agitaba el komboloi de avellano que le trenzaba, y representó una ceremonia extraña de sumisión. Luego, volvió a beber el agua que descendía chorreando hacia sus senos y contempló la ciudad por última vez. Su destino de estatua se había cumplido.
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Sin palabras! Precioso..
ResponderEliminarSabes me hizo gracia,porque sobre todo hoy yo hablaba de salir fuera con la tormenta y querer estar debajo de ella sin paraguas.
Ahora al leer tu post, me hizo gracia ver este relato..tan bien contado.
Preciso de verdad!
saludos!.
Saludos, Fackel, esta vez deberías haber recibido el correo....
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