(Indagaciones V)
En uno de sus paseos por la pequeña capital, se acercó hasta la estación de ferrocarril. Entró en la cantina, se despojó de su gabán, se sentó y pidió un café. Junto al ventanal, la mujer solitaria. Él abrió Die Gazette, extendió las páginas sobre la mesa y trató de leer las noticias. El día estaba claro, las nubes ausentes. El sol reverberaba contra la cristalera, deslumbraba a la mujer. Ella no fumaba compulsivamente, sino manifestando exhibición de placer. Se mostraba con una calma dominadora, como si la espera fuera un destino en sí misma. A él le pareció una mujer esbelta. El arco de sus cejas descubría unos ojos grandes, brillantes, casi inmóviles. Los párpados disimulaban una densidad que no gravaba la caída del rostro. La nariz, como un meridiano de hielo derritiéndose sobre el perfil de los labios, de pequeña dimensión, dibujados a carboncillo. La frente, amplia y tersa, proyectaba una cabeza armónica, erguida sobre un cuello airoso. Su figura, aunque recogida en una posición de apoyo sobre la mesa, sugería cierta altura y unas proporciones equilibradas que a él no le pasaron inadvertidas. La imagen de firmeza de la mujer le perturbó. El humo del cigarrillo la obligaba frecuentemente a entrecerrar los ojos y entonces su mirada se convertía en apenas un destello. La mujer utilizaba la excusa. Era ella quien le observaba, con prudencia pero a la vez con constancia. Al principio, Winckelman pensó que sería una mujer de la ciudad. Pero su aspecto no le parecía característico del lugar. Después, se le ocurrió que acaso se tratase de una viajera que estaría esperando la llegada de su acompañante, probablemente. Pero pronto observó que junto a ella no había equipaje alguno. Apenas un abrigo de mutón, guarecido interiormente, y un bolso de piel que descansaban sobre una silla. Tampoco se aproximó nadie. Él removió el café, dio algunos sorbos, ahuyentando con leves soplidos el calor que emanaba de la taza. Al hacerlo, su mirada se cruzó con la de ella, como el ejercicio de un vuelo de pilotos experimentados. No dudaron, no cedieron, no movieron ni un leve contorno de sus rostros. Mantuvieron una línea de observación tensa, donde el objetivo era batir al adversario. Cuanto más se prolongaba el oteo, más se desproveían de sí mismos. Como si cada uno quisiera saber algo sobre el otro en un recorrido de ida y vuelta invisible. Como si se pusiera en acción una órbita que describiese significados, allí donde las preguntas habían estado ausentes. Y al hacerlo, ambos abandonaran su cuerpos de origen para constituirse en objetivos de destino. En esa contemplación tenaz y rigurosa se volvieron frágiles. Se percibía en el brillo de sus ojos, en la relajación de sus actitudes, en una especie de extraño y silencioso abandono que estaba teniendo lugar. No hubo derrotados. El pitido de un tren obró como espada salomónica. El chirrido próximo sobre los raíles, el vapor que iba ocupando los andenes y la precipitación de algunos viajeros la movilizó también a ella. Tiró el cigarrillo, tomó el abrigo y el bolso, pagó la consumición y se dirigió hacia la puerta de la cantina. Winckelman permaneció inmóvil, sereno, pero sintió un extraño desgarro. Al salir al andén, la mujer solitaria se volvió rápida, con seguridad, y le ofreció una mirada franca, precisa. Winckelman notó que algo confusamente amargo se hendía dentro de él. Dobló lentamente el periódico y se quedó absorto mirando la cabalgata de humo del tren que partía.
En uno de sus paseos por la pequeña capital, se acercó hasta la estación de ferrocarril. Entró en la cantina, se despojó de su gabán, se sentó y pidió un café. Junto al ventanal, la mujer solitaria. Él abrió Die Gazette, extendió las páginas sobre la mesa y trató de leer las noticias. El día estaba claro, las nubes ausentes. El sol reverberaba contra la cristalera, deslumbraba a la mujer. Ella no fumaba compulsivamente, sino manifestando exhibición de placer. Se mostraba con una calma dominadora, como si la espera fuera un destino en sí misma. A él le pareció una mujer esbelta. El arco de sus cejas descubría unos ojos grandes, brillantes, casi inmóviles. Los párpados disimulaban una densidad que no gravaba la caída del rostro. La nariz, como un meridiano de hielo derritiéndose sobre el perfil de los labios, de pequeña dimensión, dibujados a carboncillo. La frente, amplia y tersa, proyectaba una cabeza armónica, erguida sobre un cuello airoso. Su figura, aunque recogida en una posición de apoyo sobre la mesa, sugería cierta altura y unas proporciones equilibradas que a él no le pasaron inadvertidas. La imagen de firmeza de la mujer le perturbó. El humo del cigarrillo la obligaba frecuentemente a entrecerrar los ojos y entonces su mirada se convertía en apenas un destello. La mujer utilizaba la excusa. Era ella quien le observaba, con prudencia pero a la vez con constancia. Al principio, Winckelman pensó que sería una mujer de la ciudad. Pero su aspecto no le parecía característico del lugar. Después, se le ocurrió que acaso se tratase de una viajera que estaría esperando la llegada de su acompañante, probablemente. Pero pronto observó que junto a ella no había equipaje alguno. Apenas un abrigo de mutón, guarecido interiormente, y un bolso de piel que descansaban sobre una silla. Tampoco se aproximó nadie. Él removió el café, dio algunos sorbos, ahuyentando con leves soplidos el calor que emanaba de la taza. Al hacerlo, su mirada se cruzó con la de ella, como el ejercicio de un vuelo de pilotos experimentados. No dudaron, no cedieron, no movieron ni un leve contorno de sus rostros. Mantuvieron una línea de observación tensa, donde el objetivo era batir al adversario. Cuanto más se prolongaba el oteo, más se desproveían de sí mismos. Como si cada uno quisiera saber algo sobre el otro en un recorrido de ida y vuelta invisible. Como si se pusiera en acción una órbita que describiese significados, allí donde las preguntas habían estado ausentes. Y al hacerlo, ambos abandonaran su cuerpos de origen para constituirse en objetivos de destino. En esa contemplación tenaz y rigurosa se volvieron frágiles. Se percibía en el brillo de sus ojos, en la relajación de sus actitudes, en una especie de extraño y silencioso abandono que estaba teniendo lugar. No hubo derrotados. El pitido de un tren obró como espada salomónica. El chirrido próximo sobre los raíles, el vapor que iba ocupando los andenes y la precipitación de algunos viajeros la movilizó también a ella. Tiró el cigarrillo, tomó el abrigo y el bolso, pagó la consumición y se dirigió hacia la puerta de la cantina. Winckelman permaneció inmóvil, sereno, pero sintió un extraño desgarro. Al salir al andén, la mujer solitaria se volvió rápida, con seguridad, y le ofreció una mirada franca, precisa. Winckelman notó que algo confusamente amargo se hendía dentro de él. Dobló lentamente el periódico y se quedó absorto mirando la cabalgata de humo del tren que partía.
No he parpadeado mientras lo leía.
ResponderEliminarOlvido
Vaya, y eso que a pesar de la humareda del cigarrillo de ella y del tren...Habrá que seguir.
ResponderEliminar