"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 10 de noviembre de 2007

Reloj de arena


(Invocaciones XV)


Huele a tierra. Esa espalda cerámica, torneada para el tiempo y para la ausencia. Completa y en el cenit de su obra. Apenas te incorporas, y yo te miro, te retengo, yo en mi barro todavía, abandonado por un calor que se distancia. Expuesto al frío que va llegando y que no me deja cuajar en mi propia arcilla. Sin casi perspectiva, la visión de tu cuerpo rebosa la calidez que imaginé tantas veces. Y sus efluvios ciegan con sal mis pupilas. Un ardor circunda mi contorno. Erigida sobre profundas oquedades, te muestras luz y sombra. Y yo, varado en el desasosiego de un placer quebradizo, apenas me siento una figura escuálida. Una estampa yacente y desposeída. Miro la dimensión de tu hemisferio, apartándose. Mis ojos ejecutan casi somnolientos un vuelo de aproximación sobre una geografía que se desdibuja en tibieza paulatina. Trato de pergeñar esbozos que contengan tu silueta. Esos puntos misteriosos de las caderas, la falla vertebral que endereza un torso de alfabeto, la quebrada horadante que hace crecer tus muslos de giganta, las concavidades que delimitan tu cintura como el cuello de un reloj de arena. Un espectro de sol y otro de luna te dividen en dos almas. Planetario de espesores concéntricos. Un cuerpo dentro de otro cuerpo. ¿Cuál de los dos se ha mecido en mi sed esta noche? ¿De qué parte a qué parte tocará trasladarse la porción de desierto que incorporas? ¿A qué hora de carencia girará uno de los dos rostros en los que te contemplas?

(Fotografía de Bill Brandt)

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