(Invocaciones XII)
Es probable que extiendas los brazos por cansancio. O que trates de prolongar tu dimensión entre la arena y las olas. O que tu desnudez se descubra menos si aciertas a sujetar el aire. Pero ni el agua ni la arena ni el viento reconocen tu cuerpo. Y entonces caes en esa postración estudiada. Y te avergüenzas. Te das lástima al verte tan religiosamente escarnecido. ¿Suplicas a un dios en tránsito? ¿Imploras a los elementos salvadores? ¿O sólo se trata de un gesto para que ella vuelva a tu orilla? Pero la mujer oceánica se siente demasiado segura en su distancia. Y no te necesita. Tu derribo es sólo una pose que la luz de la costa desprecia. No es la mejor señal. Te tortura la idea del arrepentimiento, que es reconocer. Una rendición traduce la épica en humanidad. Y tú no eres capaz todavía de entenderlo. Prefieres sentirte caído; el esfuerzo es menor y abandonarse a la nada es estúpidamente dulce. ¿Es éste el desenlace que te brindabas a ti mismo? Así no impresionas ni a los escarabajos ni a las medusas, que no querrán cebarse en ti. Tus manos están tan huecas. Y tu rostro tan borrado. Y tu cerviz tan rota. Si esperas en esa postura a la marea es probable que su furia melódica te ignore. Trazará una curva en derredor tuyo, sin que ni siquiera te roce. Cuando llegue la noche, serás apenas una lámina en blanco porque las tinieblas no querrán poseerte. Y si no te bañas en la noche, ¿cómo podrás ansiar el amanecer?
(La fotografía es de Mona Kuhn)
Hay veces que la arena es cálida y el mar frío. Puede ser agradable dejarse arañar por esa arena que rasga el tiempo de la contemplación, sin más.
ResponderEliminarUn abrazo Fackel
Qué misterioso eso de "el tiempo de la contemplación", sagaz Gabriela Qué difícil catar de ese supuesto (y deseable) estado en medio de la vida agitada y de obligaciones en que vivimos. Habrá que introducir en nuestras almas algo de ese tiempo, si no queremos perecer antes de ídem.
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