"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 29 de julio de 2007

La criatura


Mientras te disuelves sueñas con un perro negro. Que se te pone delante. Que da vueltas alrededor tuyo. Que se para y permanece fijo frente a ti. Que te contempla firme. Que está silencioso pero atento. Entreabre sus fauces pero te mira con cierta solicitud. Adviertes en su pose incluso ternura. El animal está teñido de luces y también solapado por sombras. Sospechas que más que una pesadilla podría ser una metáfora. ¿Acaso las metáforas no son sino ficciones de cada jornada? Piensas entonces que aquel ser de apariencia mórbida podría ser tu alma. Ese hálito que se escabulle cada vez más deprisa de tu nombre y de tu apellido. Que se parte también sobre las baldosas de la cocina. Que convierte en hielo tu sangre. Que vuelve rígido e inoperante tu pensamiento. Se te ocurre asimismo que aquella criatura de apariencia terrible lo es de verdad. Que se trata de la bestia demoledora de los recuerdos. Que giran helicoidalmente sin saber si llegan o se fugan. Que se muestran como el negativo de la foto de tu vida. Que se resisten a adquirir los colores que alguna vez tuvieron y que ahora se han tornado monótonos. Impersonales. Demasiado sombríos. Desde la ligereza que te da el vacío, no culpas a nadie. Todo fue como el azar posibilitó que fuera. En tu devaneo postrero insistes en que el perro puede ser un humano. La imagen de un humano. Una apariencia. Aquel ser que permaneció en la penumbra durante largos años. Que hizo de su cercanía tu propia referencia. Cierto cruce que te tocaba lateralmente, al que llegaste a desear pero nunca a poseer totalmente. Que te agobiaba en su insistencia pero al que añorabas en su apartamiento. Presientes que dejaste de hacer tantas cosas por esperar que esa sombra se materializase sobre tu vida. No lo lamentas. No te importan las dejaciones. Ni las claudicaciones. Ni las creatividades inconclusas. Ni los proyectos rotos. Ya no sientes nada. Miras el rostro pesaroso del mastín y te asustas. Ves tu propio rostro. Alargas la mano y esbozas una sonrisa que atraviesa tu sueño. Aún el celofán que te va enajenando se resiste a envolverte del todo. Aún quieres soñar.


(Sobre una fotografía del japonés Daido Moriyama)

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