(Variaciones XVII)
Me observas como una máscara, vecina. A veces me llama la atención que se mueva el visillo de tu balcón, porque no hay viento. Lo haces lenta y cuidadosamente. Sabes mantenerte en un plano distante. Tus manos se mueven prudentes. La lentitud es tu aliada, acaso tu capacidad. Al principio yo no lo advertía. En ocasiones los movimientos de los objetos parecen que son tales y luego resultan que son percepciones falsas. Errores ópticos, balanceos de nuestra propia cabeza que descolocan el paisaje. Uno no para de agitar la mirada dentro y fuera del cuerpo. Son muchas horas las que se viven. La actividad no cesa ni cuando el lado aparente de uno se queda inmóvil por un rato. Siempre hay un gesto, un parpadeo, una respiración más profunda que traiciona la supuesta parálisis. Los pensamientos corren en todas las direcciones. La piel que pica. La ropa que comprime. Una articulación que produce un chasquido. La mucosidad que se segrega en la garganta. Los dedos que tamborilean sobre una mesa. Sin embargo, siendo lo nuestro una constante convulsión, estamos preparados para distinguir las alteraciones ajenas de las propias. La confusión también es parte de esa dinámica. El principio de error es producto de la decisión de no detener nuestros actos. Una alerta, la conciencia leve de un límite de no trasgresión, la medida de la capacidad. Durante un tiempo me dio la impresión de que aquel visillo entablaba un diálogo sordo con otros visillos. Aceleraba mi mirada a lo largo de toda la línea de balconadas simétrica que hay enfrente de mi estudio. Unas hojas se abrían y algún vecino se asomaba, otro sacudía una alfombra, una mujer regaba las macetas de geranios. No podía pensar que el movimiento de tus visillos tuviera otra lógica sino aquel acostumbramiento de quehaceres vecinales. Hasta que un día mi mirada detectó por casualidad una mano. Fue una instantánea fija. Era una mano de dedos afilados y más bien cortos que sujetaba delicadamente el visillo. Pero si había detrás un cuerpo, éste permanecía hábilmente oculto y aquel espacio de opacidad transmitía un aspecto misterioso y extraño. Por un momento me pareció un ejercicio de teatro negro. O la acción de un niño. Pero la maniobra era tan calma, la posición de los dedos tomando el tejido resultaba tan amanerada, el brillo de aquella piel se manifestaba tan contrastado con los matices de la cortina que no podía abandonar mi atención de aquel ventanal que me escrutaba. Sé que tienes rostro, sé que tienes forma, sé que produces un calor incluso aunque no te muevas. No voy a modificar mis costumbres por eso. Seas quien seas, haré como que no sospecho. Proseguiré mi vida como si no te hubiera descubierto. Me exhibiré para ti, puesto que parece que eso es lo que deseas. Y si alguna vez intuyo que la máscara de tu rostro emerge de ese segundo plano discreto y preservado en el que te refugias, no temas, desviaré mi mirada para proteger tu intimidad.
(Composición de la fotógrafa checa Katarina Brunclikova)
(Composición de la fotógrafa checa Katarina Brunclikova)
Quién no se ha sentido observada tras unos visillos. Vivimos observándonos, incluso espiándonos y no sólo a otros sino a nosotros mismos.
ResponderEliminarCiertamente, diría más: vivimos tanteándonos, escudriñándonos, persiguiéndonos, analizándonos...nos ratificamos a través de los demás. Lo ajeno es el yo.
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