A Max Winternitz lo conocieron hace más de diez años en los Jardines del Boboli. Fue azar, como casi siempre. Su marido había instalado el trípode, obsesionado por captar las zonas umbrosas del parque. Y él apareció. Solían aprovechar las horas tempranas para registrar una luz aún tenue pero que iba siendo muy definida. Max Winternitz, con su cartera raída de color negro, llegaba un rato más tarde, hacía un recorrido parsimonioso por el recinto y luego se sentaba a leer, a tomar notas y a observar a los viajeros americanos. Procedía de Moravia, pero pasaba grandes temporadas en Praga o bien viajaba con sus humildes recursos por regiones europeas que, según decía él, necesitaba descubrir. Escribía en algunas publicaciones efímeras de Bohemia y de Sajonia y, aprovechando su paso por Florencia, se presentaba en las tertulias vespertinas del café La Gubbia Rossa con objeto de conectar con editores de periódicos y ofrecerles su desinteresada colaboración. Éste era el discurso, pero Winternitz necesitaba como quien más la subvención, cuando no la limosna, de cuantos amigos iba haciendo con objeto de poder prolongar por un tiempo su estancia a orillas del Arno. Su temperamento era desigual. A lo largo del día tan pronto se mostraba abierto, coloquial y envolvente, como caía en un estado taciturno que desconcertaba. Algunos tertulianos lo achacaban de manera simplona a que por las mañanas su cuerpo estaba más descansado y su mente más ligera. Tras desayunar en la mugrienta pensión próxima al Ponte Vecchio, se sentía con energía y eso le daba carta de comunicabilidad. Pero según avanzaban las horas de la tarde, el mal humor le traicionaba y sobreponiéndose a su estado huidizo a duras penas lograba mantener la apariencia en los debates literarios y políticos de la tertulia. Los que le iban conociendo comentaban que lo que le acontecía al moravo era simplemente que no comía en forma la mayoría de los días. Para el joven escritor, trabar amistad con el pintor y su pareja del Norte vino a suponer una tabla de salvación a la corta, si bien más adelante la amistad interesada causó a todos cierta desazón. Se comunicaban por medio de un alemán hablado con diferentes giros y acentos, sorteando construcciones sintácticas duras y conjugaciones complejas, pero donde al final convergían cómoda y entrañablemente. Desde el primer momento fue una conexión circular: el escritor se interesaba por el misterio de los paisajes sombríos rasgados por la luz del pintor; éste, si bien se preocupó por alertar inmediatamente a su mujer de la presencia agobiante de un transeúnte que intervenía en el control de su obra, se dejó impresionar por la decisión y el riesgo de quien hace del viajar oficio. A la mujer a su vez le deslumbró la disciplina, el tesón literario y el buen talante conversador del curioso moravo. No se veían todos los días. El pintor decidía o no sacar su impedimenta a la calle cuando al asomarse de madrugada al balcón del hostal recibía el aire en el rostro. Era ese aspecto más cálido o más frío o más húmedo del relente en su cara el que definía si el día iba a ser propicio para pintar o no. A veces el pintor se equivocaba, decidía no pintar aunque luego la luz se mostrase espléndida para sus fines, pero al error de cálculo no le seguía el desánimo, sino que junto con su mujer, una carpeta y varios útiles, se dirigían a diferentes zonas de Florencia para visitar los monumentos, tomar apuntes o simplemente admirar las perspectivas. Este plan resultó armonioso y útil. La entrada en sus vidas de Max Winternitz les causó temor, principalmente a él, acostumbrado a trazarse en cada actitud o comportamiento una idea que debía ejecutarse sin interferencias. Pero lo que al principio daba la impresión de ser un engorro acabó proporcionando una zona expansiva y fresca en la vida de la pareja y, en este sentido, fue prontamente aceptado el moravo. Éste introducía nuevos puntos de vista en los criterios observadores del pintor y su mujer. Digamos que no sólo novedosos, sino complementarios. El ojo escrutador, retratista y capaz de fijar con intensidad y cuidado situaciones, caras y geometrías, tan desarrollado en el pintor, no era superior al del joven articulista. La vorágine de tránsitos, visitas, colaboraciones escritas, lecturas y descubrimientos experimentada por Winternitz generaba una urdimbre digna de consideración y en absoluto opuesta a la del paisajista. Ambos preservaban dos texturas volcánicas que se exhibían tranquila y discretamente. Incluso se intercambiaban. Cuando se producían erupciones no arrasaban nada ni en uno ni en otro, sino que más bien les nutrían mutuamente. Esta comunión primitiva y juvenil pudo ser una celebración más amplia y profunda, de no haber alterado la mujer la geología de los personajes, sin haberlo querido aunque tampoco evitado.
Ella recuerda ahora todo aquello, cuando contempla en silencio esta figuración de corte clásico y aparentemente convencional de los primeros tiempos del pintor. Está recogiendo un poco el estudio. Ya va para cuatro días esta vez que el pintor no aparece por la casa. Empieza a estar preocupada, pero no siente la intranquilidad de otras ocasiones. Hurgar en la obra de su marido es también registrar las estancias de su vida. Palpa en el bolsillo interior de la falda la carta de Dresde. ¿Hasta qué punto le están pesando los recuerdos del tiempo malherido?
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