"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 15 de marzo de 2007

En capilla


Lo ha encontrado dormido, acunado por hilos de luz transversales que el amanecer filtra sobre la habitación. La pipa artística, con sus liebres de porcelana decorando la parte exterior del cuenco, yace consumida sobre la mesa. El diario permanece caído a un lado, entreabierto y con sus páginas arrugadas, penetrado por un palillero con tinta reseca en el plumín. Lo toma con cautela entre sus manos, se va hacia la ventana donde la persiana medio bajada le permite leer. La sorprende tanto la última frase. ¿Por qué teme él que Max Winternitz no apruebe los cuadros donde la mujer queda reflejada? No son retratos al uso, ni hay exhibición, ni precisa idealizarla para representar con su pintura lo que ha sentido siempre por ella. ¿Tal vez por eso? ¿Porque la incorpora a su vida doméstica y se apodera de ella en la cotidianidad, no en la altanería? ¿Desde cuándo ha hecho él, un pintor alejado del mundo y de los cenáculos de los artistas renombrados, ostentación de la esposa? No es de esos. Nunca ha necesitado la dependencia de otros ojos para mirarla a ella de una manera totalizadora e incluso absorbente. La ha consagrado sin precisar otro sacerdocio que el acordado previamente con ella. Naturalmente, eso era antes de que el agotamiento llegara. Pero ahora, ¿qué preocupación súbita le abruma? ¿Teme que Max compruebe que ha hecho de ella una posesión intimista? Porque, ¿qué otro factor se agazapa en la mente de su marido? Hubo cierta cuenta pendiente entre ambos hombres, indudable. Y también de los dos con respecto a ella. Pero el tiempo transcurrido debería haber suturado heridas. Pervive, ya tenue, cierta mala conciencia de haber exagerado lo que podría haber quedado en simple disputa formal. Ya se sabe que los malos entendimientos siempre tienen un trasfondo anterior y más hondo y se precipitan por barrancos del alma que pasan desapercibidos a viajeros e inquilinos. Extrañas definiciones. Morbosas oscuridades. Llámense incompatibilidades que superan el peso específico de las simpatías, aproximaciones que nunca fueron sinceras, deficiencias que no se han subsanado con la propia evolución racional de cada individuo, conflicto de emociones que subyacen sin rescate en el pozo ignoto del ser. ¿Llegaron simplemente en aquel tiempo a estar aburridos? No era época de ser pasto de monotonías y dejadeces. Había suficientes motivos de interés en el exterior como para ceder al tedio. El descubrimiento de los paisajes, la captura de las luces, las tertulias exultantes y fogosas, la indagación de las formas en las gallerie, el trabajo de campo, la literatura de viajes, los mitos en la piedra, las sorpresivas pinturas halladas en ajados monasterios o en herméticos palazzi de burguesías venidas a menos, el acercamiento a los artesanos de múltiples oficios, los devaneos con el chianti, la seducción por la arquitectura, los largos paseos por las riberas del Arno, la visión del largo atardecer del estío desde el Belvedere, los alegres y, a veces, arriesgados recorridos de la noche, todo era un revoltijo que les hacía a los tres confiar en la eternidad. Su marido se había empapado de los creadores renacentistas hasta dejarse marcar profundamente. Max tallaba el lenguaje y lo ponía al servicio del viaje y de las revoluciones de aquel tiempo. Fue un bagaje para ambos. Para la mujer también. Aprendió a conocerlos mejor y a quererlos por igual, aunque no de la misma manera. Tal vez ellos no alcanzaron a comprenderlo. Ella nunca quiso ser causa de disputa; simplemente no quiso ser objeto. Pero la vida siempre exige una elección, aunque ese paso no suponga avance. Se resistió a tomar decisión alguna. El escritor y el pintor utilizaron sus propias armas para envenenarse, adulterando la fuerza de sus lenguajes respectivos. Y ahí la mancharon a ella. Después del tiempo transcurrido le cuesta recordar, valorar lo vivido y verlo con otros ojos. Demasiada distancia y frialdad. Y no obstante, también la mujer se inquieta con la visita anunciada. Como una incauta se pregunta ¿puede reproducirse el pasado, al menos de alguna manera, cuando casi nada es ya igual?

1 comentario:

  1. No, no creo que pueda reproducirse el pasado. Ni creo que sea bueno intentarlo.
    Bonito, tranquilo y misterioso triángulo el que forman alrededor del Arno.
    Buen día Fackel

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