Los días están transcurriendo sosegados en la casa. El estado expectante de ambos se ha vuelto más pausado. Se van haciendo a la idea de una visita que tiene mucho de enigma, pero también de retrocesión en el tiempo. Al menos han perdido la ansiedad que la sorpresa les adjudicó en los primeros momentos, cuando recibieron la carta de Max. El pintor tiene un aspecto menos hosco y se muestra más receptivo. No se encierra tanto en su estudio y muchos días ordena de modo más abierto y racional su tiempo; hasta acostumbra a salir más al campo. Visita junto con su mujer con cierta frecuencia la pequeña ciudad de las proximidades. Alentado por un afán revulsivo, ha decidido incluso sacar los trastos y limpiar a fondo su estudio. El olor a tabaco lo impregna todo, y una pátina semejante a las tonalidades de algunos de sus cuadros ha invadido las paredes. El suelo está salpicado de goterones de pinturas y manchas de aceites. Las cortinas, ya negruzcas, han perdido su color original. Los muebles destellan entre barnices diferentes y pinceladas perdidas. Pero, ¿debe ejecutar esta limpieza exhaustiva? ¿No debería encontrarse Max todo tal cual está en el caótico orden cotidiano, que es a la vez el natural? ¿Iba a extrañarse a estas alturas de los efectos causados por la forma de comportarse y trabajar el pintor? ¿Para qué esconder la calidez ordinaria? ¿Para qué ocultar la imagen del acostumbramiento, que se ha tornado cómplice de sus ocurrencias y de sus esfuerzos? El espíritu de la mugre es como una herencia de la vida bohemia que vivieron en otras épocas. No tiene sentido mostrar un escaparate de lo que no es. Max no lo va a reclamar. Como tampoco a él le gustaría hallarse ante un ambiente aséptico, sin personalidad, sin el desvelamiento de la manera de ser y actuar ordinaria. Esta vigilancia y esta disposición alterada sobre sí mismo le alarma. Se está planteando la visita de un viejo conocido como visita formal, como la llegada de un notable que viene para fiscalizar su existencia. Y cuando considera esta reacción se siente frágil. Acaso está construyendo una empalizada de convencionalismo y distanciamiento que abrevie la estancia de Max Winternitz. O sólo trata de protegerse dando una imagen distorsionada, pretendiendo que él ya es un hombre de madurez avanzada que ofrece como contrapartida del pasado un asentamiento y una seguridad propio de edades más bien provectas. Ha cogido un libro y acompañado por su mastín, se ha puesto a caminar por el bosque contra las luces que levantan los cuerpos y rasgan las miradas. Como si quisiera liberarse del ejercicio rutinario. Desciende una vaguada y luego vuelve a remontar una ladera hasta alcanzar la cima de un altozano. Desde allí contempla las arboledas compactas y las lejanas laderas escarpadas. Distingue algunos caseríos y advierte el perfil sinuoso de los meandros del río, devorado en algunos tramos por pequeñas hoces ahitas de vegetación. La luz se adapta a cada espacio del paisaje y juega con él. Tiene sólo dos ojos para tanta belleza y tan variada. Una belleza que transcurre, que no permanece ajustada en un plano, que no es espectáculo, sino sacralidad. Él ha venido a ser ungido por esa belleza, que sabe que no puede arrebatar. Y este encuentro de tú a tú con el alma natural le emociona.
Se ha sentado a leer, mientras el sol va calentando su espalda. Huya o se integre en la masa, el hombre siempre se halla solo. Ni la familia, ni mucho menos la religión, ni los quehaceres, ni el acontecer político, ni el dinero, ni la relación que fundamente con otra persona altera su soledad. El hombre se esconde en la actividad para disminuir cierta angustia y verse reforzado con la normalidad que suele ser ley de las sociedades. Pero la angustia no tiene por qué oprimir. Hay un cierto tipo de angustia que libera, porque es efecto del reencuentro con la soledad íntima. Cuando un hombre se enfrenta con la necesidad de ayudar a otro hombre en situación extrema de desesperanza, por ejemplo, o cuando admira un paisaje sometido a la agonía de las luces, o cuando se ve sorprendido por una tormenta en un antiguo poblado en ruinas, o cuando contempla un cuadro que le ofrece multitud de matices o escucha la ejecución coral de una partitura que le habla con extraordinarios lenguajes, el hombre se siente conmovido. Y esa conmoción que le aporta sorpresa y le dota de un profundo clamor, le sitúa ante su insuficiencia, contra su límite y frente a su soledad.
Siente el texto intenso, casi hiriente, pero lo acepta. Marca con su índice la página y con la otra mano acaricia el pelo dúctil de su acompañante. Entre el libro y el paisaje se siente entregado a una calma desconocida, tal vez ajena. Como si no estuviera allí, como si no habitara en ninguna parte.
Estupendas luces y sombras las del bosque, igualmente sus pensamientos.
ResponderEliminarNo, no debería dejar la casa impoluta, que Max vea que es una casa vivida cotidianamente. Me ha gustado eso de "Tiene sólo dos ojos para tanta belleza".
Buen día