El gran valor del tiempo ¿no consistirá en la dimensión de los propios significados? Cuando observamos esos objetos que guardamos y que nos vinculan al pasado, recordamos. Es ese recuerdo el que nos hace reflexionar sobre lo que retuvimos y sobre lo que extraviamos en nuestras vidas. A partes desiguales, hemos tenido atrás aportación y privación. Tras los objetos que palpamos vemos reencarnarse personas, situaciones, aprendizajes, afectos, temores, disfrutes. No hay un expreso ánimo coleccionista en los objetos que nos han pertenecido y que aún guardamos. Sólo afán de memoria activa, un desencadenante emocional y una gran valoración afectiva. Aunque somos celosos de su propiedad, se trata de una pertenencia que está cargada de nosotros mismos. No se trata de simple fetichismo. Lo fetiche es un elemento pasivo que desde su ambigüedad trata de erigirse en garante protector de seguridades imposibles. Nos agrada acariciar una cuchara, un tintero, una prenda, un cuaderno, unos zapatitos, como si al ejercitar el tacto intentáramos poseer nuevamente momentos o etapas desaparecidas. Pero esa reposesión no es en balde. Cierto que hay ocasiones en que lo hacemos solamente para dar cancha a una cierta y controlada nostalgia que nos embarga dulcemente y a la que cedemos con brevedad ilusoria. No por ser tan especular es menos legítima, ya que su capacidad refleja nos motiva y nos hace tomar conciencia de nuestra inconsistencia. La mayoría de las veces, no obstante, intentamos abrir con una llave maestra las puertas aparentemente cerradas del pasado, y al abrirlas siquiera levemente, tratamos de contemplar habitaciones que nunca observamos con suficiente detalle ni ocupamos en toda la capacidad y dimensión que nos ofrecían. Perseguimos sin cesar, con preguntas que se materializan de forma diferente, las respuestas que no pudimos obtener en cada momento pretérito. En este sentido, los objetos nos ayudan a actualizar imágenes, es decir, traer hasta nosotros expresiones, actitudes, paisajes, rostros, palabras. Y tras ellos, las incógnitas. Ese enigma de por qué fueron las cosas así nos ha perseguido sin solución a lo largo del tiempo de madurez. Esa decisión irreparable de por qué dimos ciertos pasos y no otros nos obsesiona. Esa nueva etapa en la que nos reforzábamos sin haber ajustado cuentas con la anterior nos legaba la duda. Nuestra experiencia está repleta de tránsitos que se conducían unos a otros hacia nuevos y extraños territorios; algunos se consolidaban y otros se manifestaban como huidas hacia adelante agotadoras e indescifrables. Es entonces cuando nos damos cuenta de que el roce de los pequeños objetos heredados o preservados del descuido se manifiesta, por lo tanto, también dotado de un poderoso valor terapéutico.
(La portada de revista soviética salió de la mano de Barbara Stepanova)
Yo diría que la vida es una acumulación de enigmas, como lo es de incertidumbres. Eso principalmente. Certezas hay pocas. No es tanto el recuerdo como lo que no hemos superado o consolidado de nosotros mismos lo que nos conduce a recordar con nostalgia, con duda, como cuenta pendiente. Tampoco creo que el ejercicio, sano si se efectúa con moderación, como el vino, deba obsesionarnos demasiado. Nada de un nosotros de atrás se reencarna. Y el recuerdo es tan frágil a veces...Saludos, F.
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