"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 17 de diciembre de 2006

Sombras


Te secas el rostro con ligera afectación. Pausadamente. Según lo haces, te conviertes en una máscara. Cada toque, cada aproximación de la felpa lo percibes como un recuento de tu reloj biológico. Tu ceño rígido trata de alejar tu mirada interior. Creas distancia con la inclinación de tus ojos, cuya luz oblicua se ha paralizado. Contemplas hacia atrás. El telón de tus cejas y la sombra que proyecta la toalla forman un antifaz tras el que te ocultas. Si tus dedos continúan tejiendo la celosía de tus facciones, te perderás del todo. Pero la potencia del recuerdo se convierte en acto armado sobre ti mismo. Al enarcar el puente del entrecejo, la frente se te torna más imperiosa. Las entradas crean pasillos desérticos que acabarán envolviendo tu cabellera testigo. Justo allí donde el pelo se anuncia morrena de glaciar en retroceso. Haces del acto una ceremonia parsimoniosa. Tus dedos se separan al máximo para abarcar el ejercicio de la ablución. Desaparece tu cara poco a poco. Ni lo adviertes. Apenas percibes los ruidos y el griterío del mercado callejero. Tan concentrado estás. A pesar del calor te mantienes en tu traje austero. Siempre presentable ante la eventualidad, siempre dispuesto ante las sugerencias, siempre solícito ante las órdenes. Pero según te secas has dudado. No hay abandono en ti. Sólo confusión. Te urge preservarte, huir, alejarte de lo cotidiano que te acecha. Los movimientos lentos, casi pasivos, que ejecutas fingen serenidad. Devuelves tibieza al acoso de la inquietud. Es una respuesta de defensa, temes que paralizadora. Siempre hay tiempo para la acometida, piensas. De momento deseas que no desaparezca del todo de tus facciones cierta huella de humedad. Nadie va a mirarte a los ojos en los próximos minutos. Pero tú necesitas mantener algún brillo en tus mejillas, alguna irisación en tus pupilas cuando te encares frente al espejo. A no ser que quieras ignorar tu propio reflejo. Necesitas constatar tu debilidad, no obstante tu apariencia. Admitirte en tu propia blandura, siquiera para no ser víctima de un decaimiento mayor. Te cuesta respirar, tragas una saliva ácida y notas cómo se estrecha el canal de tu garganta. No hay toalla suficientemente extensa para cubrirte y absorber el agua pútrida de tu rabia. Pero sombras sí. Todas cuantas desees. No lo ignoras. Has dejado atrás sombras y pretendes cubrirte con más sombras. Te refugias en ellas. Por eso alzas tus dos manos y estás a punto de echar el telón sobre tu rostro. Mientras oscuras y atroces ideas atenazan tu cráneo. Mientras embates violentos confunden tus pensamientos. Vas a dirigirte a la ventana y levantarás los pestillos hasta dejarla de par en par. Son pocos pisos, pero tú no lo sabes porque la calle está umbrosa y vacía. Ese desgarro que te persigue te hace sudar. Y tu visión se ha vuelto ya reducida. Tus ojos se te han volado. Sólo puede salvarte tu propio grito.



(Fotografía -y también autorretrato, de sus múltiples autorretratos- del portugués Jorge Molder)

2 comentarios:

  1. Tremenda descripción, Fackel. Un hombre sumergido en sus propias sombras. Destino incierto, ambiguo y con dudosa salida. Buenos días.

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  2. Como la vida misma, siempre la no certeza, cuando no la incertidumbre. El que se lo tiene seguro, aparenta. Puede representar firmeza,aplomo. ¿Pero no es la vida una combinación de luces y sombras? Sobre el filo de una ventana, tal vez, como dice el relato de Fackel.

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