“...Y apareciósele el ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de un zarzal, y él miró y vio que el zarzal ardía en fuego, y el zarzal no se consumía...”
(Éxodo, 3-2)
Se ha quedado ausente, permanece atenta al postrero rumor, se han detenido los últimos suspiros, se diluyen los vahos fijados sobre los cuerpos de vidrio, mantiene la vista extraviada, retomando un aliento calmo, normalizando la respiración, palpando la piel que se enfría lentamente, ahuyentando el encrespado erizamiento, replegando sus pezones de acero, se asienta el rostro anguloso, prende la tea de su cabellera, se relaja la tau de sus facciones afiladas, los labios reblandecidos por los últimos besos, la máscara curtida en batallas recelosas, toda su facialidad se despliega orante y mistérica, mirada oblicua, caída sobre los territorios del pensamiento profundo, apenas dispone un leve ejercicio para salir de su encogimiento, se retrae para proyectarse, abandona el impulso, dilata los músculos, se deja caer, se estira, se destensa, baila una danza de desvinculación, mientras la mano oculta sigue sin desasirse, esa palma que es poco a poco abandonada, apartada por otra mano ajena que se va desprendiendo imperceptiblemente, porque es la hora de desencontrarse, porque la luz del amanecer desnuda, porque la quietud descubre un espacio yermo, porque el silencio despoja, porque las miradas se han tornado níveas, porque las dudas se reencarnan en la corporeidad acostumbrada y fatal, sus dedos largos acarician el envés de su brazo, o acaso van en busca de los dedos aún no recuperados, el contorno de su torso se remarca entre perfiles de sombras, allá donde otras manos tantean ese límite en el que pugnan la oscuridad y el destello mortecino, los huecos umbrosos se sosiegan desde lo más abismal de sus secretos, la mujer de fuego ha desatado sus cabellos, surcos flameantes donde germina el viento, cubre con su longitud el espacio impenetrable de la soledad, desparrama los signos de su entrega por la tierra baldía, ya no se ofrece, ya no es la víctima propiciatoria, ya no debe ser entregada al precio de la redención de ningún hombre, se enroca en su propio testimonio, flota indescifrable, está y no está
(La fotografía es de Man Ray; la cita procede de la Biblia del Oso, traducción de Casiodoro de Reina, editada en Basilea en 1.569)
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarArde ella por dentro Fackel?
ResponderEliminarBuenas noches
Es la condición de la zarza, Daniela.
ResponderEliminarBona nit.
Prospectiva descripción, señor blogero, a la mujer de Ray se la ve una mujer interesante. Pero ya sabes que siempre es difícil interpretar a una mujer. Saludos.
ResponderEliminarTabién es difícil que una mujer se interprete a ella misma.Hay veces que ser zarza duele Fackel.
ResponderEliminarBuenas noches