Hoy sí, hoy hay más sospechas de que el otoño empieza a ser un hecho. Esta mañana había hojas amarillentas sobre el asfalto, y el viento hace encogerse el cuerpo y las nubes impiden la mirada lejana. Huele a humedad. Los árboles se sienten ufanos todavía, carcajean neciamente desde su frondosidad ya tocada. Y hacen como que no lo saben. Y luego, el espíritu, es decir, la actitud. Un comportamiento quebradizo, el entumecimiento que causan ciertas dudas irresueltas, alguno de esos despiste cíclicos que han acompañado al hombre toda su vida.
El hombre, en su madurez, recuerda siempre con sarcasmo algunos de sus indescifrables episodios de desorientación que han jalonado sus edades. Recuerda uno especialmente manchoso. Infancia en un colegio de una ciudad de provincias hacia los últimos cincuenta. Varios niños, bajo la indicación y tutela de un profesor religioso llenan los tinteros de loza de cada pupitre. Nuestro hombre niño va volcando la botella de tinta. De pronto se abstrae, desaparece de su mente el acto, sigue llenando un tintero que rebosa y la tinta escurre por el pupitre. En aquel momento descubre que su mundo, aun siéndolo, no es de este mundo. Un lapsus para algunos, un arrebato misterioso para él mismo. Hoy, sus deslices siguen manifestando su naturaleza arcana. Sus errores no entrañan intención. Sólo que a veces vuela. Hoy, muchos años después, cuando la tinta derramada por todos los hombres sobre el mundo es superior y más densa que la volcada por su leve irresponsabilidad, descubre un texto del inclasificable Cioran y lo recita:
ORACIÓN AL VIENTO
Líbrame, Señor, de ese gran odio, del odio del que brotan los mundos. Calma el agresivo temblor de mi cuerpo y afloja mis agarrotadas mandíbulas. Haz que desaparezca este punto negro que se enciende en mí y se extiende por todos mis miembros, haciendo nacer de la infinita negrura de mi odio una mortífera llama de las brasas. Líbrame de los mundos nacidos del odio, sálvame de la negra infinitud bajo la que mueren mis cielos. Enciende un rayo de luz en esta noche y que salgan las estrellas perdidas en la densa niebla de mi alma. Muéstrame el camino hacia mi mismo, ábreme una senda en mi espesura. Desciende en mi con el sol y da comienzo a mi mundo.
La luz es tenue en este atardecer lento. Queda conjurar las melancolías con ayuda de las palabras. Queda salvarse del naufragio con el razonamiento, por muy esforzado que éste sea. Y mantener ágil la intuición. La misma que nos descubre la intrínseca belleza del otoño.
Hola, Feckel, descubro tu página. tu comentario es algo hermético, pero lo hermético suele ocultar dimensiones, y creo que te entiendo bastante. Yo también he distinguido siempre entre errores de la razón consciente y los del pulso emocional ante los descubrimientos y las experiencias. Pero me gusta verlo desde una visión optimista y divertida, vivir tiene un precio, ¿no? Por eso no me inquietan ni los lapsus ni los deslices ni las incomprensiones a la corta. Y no tener complejops de culpa de nada, perjudican a la salud. Me parece ameno lo que vas diciendo en tublog, aunque no siempre lo sepa interpretar. Las selecciones de citas y poemas son soberbias, ché. Te seguiré leyendo.
ResponderEliminarEn el largo viaje hay muchos naufragios. Pero no es bueno llevar la culpa en la maleta, pesa demasiado y finalmente no vale para nada. Es un lastre.
ResponderEliminarAunque esto sólo son palabras.
Por cierto, tremendas las de Ciaran
En su negrura y pesimismo, Cioran es luz. No sólo ve, es que además interpreta. Pero naturalmente, es de esos filósofos no aptos para el pragmatismo de la vida cotidiana. Y además escribe, y cómo. Y eso es todavía más interesante.
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