Un arma primitiva. Incluso en estado bruto, antes de que la necesidad y el ingenio humanos la transformaran en una concienzuda elaboración, ya era un objeto de ataque y de defensa. Pero habían pasado milenios de aquello. Las armas se habían perfeccionado extremadamente. Los materiales habían evolucionado. Los métodos de empleo, diversificado. Pero no obviemos nunca sus primigenios valores. Porque el primer rasgo inteligente no fue transformar la capacidad de una piedra al dotarla de una forma para agarrarla y para proyectarla. Antes, el verdadero talento consistió en acertar a elegir una piedra. Distinguir qué tamaño se necesitaba, qué filos naturales convenían para hendir en un animal o lacerar a otro de la misma especie. Cuando uno piensa en la lenta, pero progresiva, evolución de los humanos para conseguir modificar cada medio de uso y afrontar con recursos más perfeccionados el modo de ir obteniendo una comodidad superior, ¿no nos invade una dicha que nos colma de autosatisfacción? Pero qué lejos estamos ya en este siglo del uso agresivo de la piedra. Y sin embargo, como efecto de una tradición malsana e indigna, la piedra sigue siendo objeto de lanzamiento en nombre de una moral hipócrita que ignora las bondades y las libertades humanas.
Tal ha acontecido cuando los moralistas de turno provocaron a la masa en aquellos días de persecución, incitando a castigar no solo a hombres y mujeres cuyas conductas no agradaba a los predicadores, sino representando su acción en imágenes que evocaban un tiempo finito y más libertino. Yo presencié cómo la turba, en un acto mecánico y al unísono, tomaba una y otra vez piedras y las arrojaban a las estatuas, después de haber dejado un reguero de sangre de los moradores de la casa. Me vi obligado a sujetar en mis manos una piedra, acto que en lugar de producirme calor me helaba la mano, y el frío iba traspasándose a todos mis órganos. Con una piedra agarrotándome, sin utilizarla en ningún momento, soporté la acción colectiva para no ser mirado mal. Me avergüenzo ahora por mi cobardía. ¿No fui cómplice de la lapidación de unos y otros, sujetos y objetos, aunque no lanzara ni golpeara nada? Pero estuve allí. ¿No reforzaba con mi presencia al numeroso grupo de atacantes? ¿No contribuía a que los incitadores cínicos se frotaran las manos por el éxito obtenido? ¿No me constituía yo también en parte de la maquinaria represiva contra gente inocente, contra símbolos de otra cultura y otros valores, ocultando mi pensar con aquella huida hacia adelante?
Vi la sangre humana. Vi la sangre de los mármoles lapidados. Vi bullir la sangre envenenada en los rostros de los sectarios. Vi la sangre ajena bebida por la nueva clase dirigente que iba consolidándose a sangre y fuego. Vi cómo un tiempo sangriento iba avecinándose veloz y yo permanecía paralizado en aquel entorno caótico. Me di asco. No estaba de acuerdo con todo aquello que tenía lugar. Pero si no reaccionaba, ¿no me estaría integrando ya en la nueva barbarie? ¿No sería yo un salvaje más entre aquel tropel de acosadores irredentos?
De pronto abrí la mano y dejé caer sin fuerza, pero con sigiloso convencimiento, el agudo pedrusco que había sujetado un buen rato sin darle uso. Mi mano tenía también rastros de sangre. Pero era propia y yo me la había causado.

Ello verifica lo que me temía: todavía algunos siguen en la edad de piedra.
ResponderEliminarLapidar una estatua, entre otros actos mucho peores, es una incongruencia.
ResponderEliminar