No fue objeto de expoliador alguno. La pulida cabeza había pasado por diferentes propiedades y cada nuevo dueño la había adoptado benévolamente. Su supervivencia había sido debida a que ninguna de las manos que la retuvieron veían en ella algo diferente ni incómodo. Ni el reflejo de un sistema político arcaico, ni la presión de una religión marchita, ni el corsé de un código de conducta forzado, ni el bucle de un pensamiento anacrónico, ni la propuesta de un modo de vida obsoleto. Nada de todo aquello que cada propietario de la escultura repudiaba era leído en la serena faz. Había ido pasando de padres a hijos. O de vendedor a comprador. Pero en cada transacción materializada la estatua había encontrado un hogar. Una morada, y no una simple exposición. En la última era mimada en extremo. Los visitantes podían admirarla, naturalmente, para orgullo del dueño. Pero siempre eran segundones del aprecio por la imagen. El nuevo tenedor la sentía miembro íntimo de la familia. Consiliaria de sus cuitas. Interlocutora aquiescente. Procuradora de emociones hondas y satisfactorias.
Tal vez fuese aquella sonrisa insinuante la que embriagara a todos. El hecho de que resultara tan nueva. Que expresase lo opuesto a la apariencia. Que sustituyera la endeble capacidad que tienen los humanos de manifestar sus sentimientos y turbaciones. Poseía algo que la hacía traspasar las concepciones del tiempo al uso y las ansias que ocupaban a los mortales. Un rostro que emitía condescendencia y bonhomía. Que aun viniendo del pasado no estaba permanentemente refocilándose en él, no obligando así a permanecer presos de un callejón sin salida a los hombres. La imagen era vista como una ventana al mundo por llegar. Como incentivo y reposo de las mentes inquietas. Como compañera estoica de quienes habían iniciado la curva de la ancianidad. Ah, pero también como una secreta evocadora de las pasiones seductoras, cuando no lascivas, que atraviesan la naturaleza de cada individuo.
Fue un ataque de despecho. El intento por convertirla en objeto de deseo más que de reconocimiento prendió en uno de los hijos del potentado. La villa, frecuentada por doncellas y efebos de las familias más pudientes, era un templo para la escultura pero también un campo florido donde los sátiros y las ninfas correteaban. Al menos en la mente febril del joven. No distinguía entre enamorarse de un cuerpo de mármol, que tenía todas las perfecciones y ninguno de los defectos, o de un cuerpo vivo al que no había logrado entender jamás. Ni siquiera la frialdad del material espantaba al muchacho. Por las noches la buscaba. En los días escribía poemas como un vate entregado y lúbrico. Pero en la galería próxima a donde la imagen, alzada siempre sobre un pedestal destacado, estaba situada se exhibían una serie de esculturas, ora de donceles, ora de vírgenes, cuya frescura tentaba a todas las miradas. El joven alimentó obsesivamente la idea de que la escultura le encelaba y que no le correspondía. Demasiado paisaje de juventud, belleza y sensualidad acompañaban a todas horas a la imagen empática. El chico se sentía rechazado por esta. A cada caricia ella se mostraba imperturbable. Al dirigirle la mirada le parecía que la imagen desviaba la suya. En cada palabra vertida cariñosamente percibía de la otra desdén.
Una noche no pudo más. En la penumbra del sancta sanctorum percibió la herida profunda del desamor. No te han destruido ni los fanáticos ni los guerreros ni el olvido, la dijo en un arranque despechado. Pero te vas a arrepentir de tu desaire. La bamboleó con todas sus fuerzas. Inclinó la base. Se encolerizó por no percibir resistencia ni gemido alguno. Al fin la estatua cedió, cayendo violentamente. El joven se estremeció. En parte por la pérdida, en parte pensando en la reacción que iba a vivirse en el palacio. Se envolvió en la oscuridad, fugitivo. Se vio maltratado por sí mismo. Volvió la mirada a la bella imagen destrozada que yacía por los suelos. Aquel rostro, demediado y empalidecido, seguía emitiendo una sonrisa de paz que a él se le antojó voluptuosa, y que azuzó más su ira.

Se quedó frío como una piedra cuando comprobó que la cabeza mutilada estába más viva que él pues seguía luciendo su sonrisa.
ResponderEliminarLas estatuas a veces nos dan lecciones.
EliminarFáckel:
ResponderEliminarseguro que era un tontolahaba señoritingo, malcriado y degenerado.
Salu2.
En su claase hay muchos; y bastantes, y esos son más chungos, en las humildes.
EliminarTodo un ejercicio brillante de indagación en la mente humana.... Brillante
ResponderEliminarEs importante hablar con aquello que hemos designado como inanimado simplemente porque es de otro material. Pero las estatuas reflejan al individuo más de lo que nos pensamos. Los artistas, en este sentido, fueron inrermediarios.
EliminarNo me extraña que el muchacho se sintiera atraído por ella, los labios son de una perfección exquisita, francamente incitantes.
ResponderEliminarSaludos.
Son de un trazo bonito, luego cada cual puede percibirlos según su instinto particular.
EliminarY el joven agresor se sintió tan mal, que se contentó con la vecina de al lado. Menos bella, menos sugerente, pero con sangre corriendo por sus venas.
ResponderEliminarPues no sé. Si había dado el salto al cuelgue con una estatua puede indicar que se sentía insatisfecho con las de su especie. O que no había valorado a estas porque su concepción de la aproximación a la mujer era excesivamente depredadora.
EliminarBueno, el desamor tiene mucho de violencia, y para muchos violentos es un eslabón que pone en práctica otros eslabones que pueden acabar como acaban, en crimen. Aunque luego vengan diciendo algunos como cierto alcalde ppero de un pueblo de Madrid, donde encontraron asesinada el sábado a una mujer con 50 puñaladas que el marido la quería. Si el amor es violencia en origen debería aclararse, pero hombre decir esas barbaridades por parte de un electo me parece como poco insensato. Si es representativa de una mentalidad que quieren algunos que vuelva...
ResponderEliminarAnder
Y que no es violencia machista ese crimen, dice el ilustre personaje. Aggg.
EliminarLa resignificación de lo arruinado hasta la obsesión y la destrucción. Ocurre tan frecuentemente...
ResponderEliminarHe ahí el mal de la obsesión, que acaba en devastación personal.
Eliminarla estatua se le debiera haber caído al chico, encima, y hubiera muerto de amor... hubiera sido un final feliz.
ResponderEliminarQué razón tienes. Pues no hay manera en la vida cotidiana, ya lo estás viendo.
EliminarAquellos que no saben amar, terminan destruyendo a quienes dicen más amar. Típico proceder del brutal egoísmo, o de la locura más densa. Un abrazo
ResponderEliminarLo de ese alcalde del PP encima dice que no es violencia machista, y es la teoría de la derecha retrógrada e incivilizada.
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