Si alguien tiene motivos para quejarse de miedo ese es Joachim. Judith lo dice de manera taxativa, implacable. No quita que cualquiera de nosotros no nos veamos sometidos a temores y angustias, pero ya sabes, mientras la herida se está produciendo y no acabas de descubrir su amplitud el dolor lo notas menos. Joachim, en cambio, ya pasó por experiencias que, como dice él, no se las desea ni a quienes le hicieron mal. Primero la leva, en contra de sus convicciones, luego el tránsito por el fuego y el hambre, y el desconsuelo que vivió entre sus compañeros. Si quienes aceptaron la aventura del kaiser en nombre de la patria ya sufrieron lo suyo imagina cómo tuvieron que sobrellevar el peligro y la desdicha quienes no compartieran la idea del sacrificio a cambio de nada. Joachim se preguntaba: ¿tengo que arriesgar mi vida por el capricho de unos poderes que tienen intereses en una guerra? Sufría por ello, pero más y sobre todo porque aquella aventura a la que se sometía al país era aceptada por la mayoría de los jóvenes, aunque no tanto por todas las familias. ¿Por qué entonces se dejó conducir al matadero?, pregunto. Judith me mira con cierto desafío. ¿No imagina por qué, señor intelectual? Él no era un cobarde y tenía visión. Aceptaba dejarse llevar porque veía la posibilidad de alentar a los demás a una reacción. Así de utópico era Joachim.
La chica se detiene, como si las palabras pronunciadas le hubieran convulsionado. ¿O es al revés? ¿Que sus sentimientos la obligan inconscientemente a poner furor en su relato? Así que, prosigue, naturalmente el resultado desastroso de la reciente tragedia no supuso para Joachim desánimo, al contrario que para muchos, sino acicate. Esta es la oportunidad de oro de quienes no tenemos nada, suele decir, y el que no haya aprendido de esta es que está ciego. Pero no se engaña, sabe que se la juega, esta vez a mano de sus propios compatriotas fieles todavía a las grandes ideas soberanas, aunque estas ideas hayan conducido al desastre, y al vocerío de los fanáticos.
Escuchando a Judith entiendo lo del miedo o, mejor dicho, siento con más agudeza y proximidad lo que puede suponer para nosotros este miedo. Parece que conoces bien a tu amigo, ¿porque es tu amigo, no? Es amigo de todos los que compartimos la ilusión y la ansiedad de este tiempo, responde sin responderme. No la dejo pasar. Pero a ti te deslumbra más que a otros su conducta, ¿no es verdad? Judith detiene un instante su respuesta, pero su personalidad torbellino la lanza enseguida. Es una persona íntegra y que no renuncia, si le tuvieras delante lo advertirías enseguida. Tú tampoco renuncias, digo, acaso porque es tu modelo, y con esto no te descalifico, en absoluto, sino que te admiro. A tu edad todo el mundo tiene ejemplos de conducta a seguir, aunque debe distinguir. A la mía, y con la velocidad que lleva todo, la referencia que te queda es la propia experiencia, el bagaje de las vivencias que te fueron haciendo y deshaciendo, lo cual no significa que uno no sea receptivo, en mayor o menor medida, a lo nuevo que va aconteciendo.
Judith se ha relajado y me mira tratando de pillarme. Entiendo que incluso yo puedo ser para ti alguien a tener en cuenta. Observo un retintín irónico en sus palabras. Judith, los que hemos perdido, mejor dicho, superado, tantas creencias nos queda la baza de una porción mínima de mística juvenil, aquella que tuvimos y que también sabemos olvidada. Y ese aliento de empuje, que no es racional pero que tanto incentiva a los individuos, actúa como una tenue luz que nos salva de hundirnos del todo. Me halagas, replica Judith, pero intuyo que jamás serás del todo de los míos. ¿Quién te dice que no quiero serlo?
Judith ha levantado la jarra a la altura de sus ojos. Prost!, y el gesto y su mirada larga son una invocación.
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