Cuando éramos niños íbamos a coger higos al huerto del abuelo Celio. Había varios de aquellos árboles frondosos donde podías escalar por sus ramas y hacer que permaneciera oculta nuestra pequeñez. Lo que más se afinaba allí eran nuestros sentidos. Uno a uno se ejercitaban dentro de un mundo que parecía creado para el aprendizaje. ¿Cómo olvidar la aspereza de sus hojas, que suscitaban en nosotros reacciones desiguales, de rechazo o de adicción? ¿Cómo no asombrarse ante su tamaño, inhabitual en otros árboles, y en las que simulábamos escribir como si fueran pergaminos? ¿Acaso se podía rechazar la invitación a la glotonería de aquellos frutos? De dulzor en dulzor hasta que nos salían morreras divertidas y rebeldes que nos proporcionaban tantas risas, pero que denunciaban nuestra gula. Y si soplaba el viento o arrancaba la llovizna, ¿no era admirable la fronda del árbol, cuyo movimiento apenas imperceptible nos resguardaba? Cuando tras un castigo huíamos heridos en nuestro amor propio, desconsolados por la incomprensión de los mayores, la higuera siempre nos esperaba, dispuesta no tanto a ocultarnos como a protegernos. Dichosos aquellos lares de la infancia, que siempre consideré un segundo vientre. Un refugio que alimentaba la quietud, pero también la camaradería, y en ocasiones las tentaciones.
El huerto del abuelo estaba situado en la suave ladera de un pequeño promontorio, que algunos vecinos decían que había estado habitado en otras épocas y por otras gentes. ¿También tú, Domicio, has oído contar historias de moradores que habitan el suelo bajo nuestros pies?, preguntaba ingenua la dicharachera Sabina. Yo le respondía: ¿Cuáles has escuchado tú? Porque a mí me han contado que cuando la ciudad queda en silencio hay gente de otra civilización que toma el relevo de la vida de superficie. La chica afirmaba con la cabeza. Pues a mí me han dicho que una vez un extraño ser de ese mundo subterráneo había aparecido entre nosotros pero nadie lo reconoció porque no era tan ajeno a nosotros, sino que parecía uno más de nosotros. ¿Y hablaba igual? ¿Y se comportaba de la misma manera?, insistí. Casi, y Sabina se puso intrigante, pero los vecinos pensaron que sería algún griego o acaso uno de las provincias que hay al otro lado donde acaba nuestro mar. Si me vas a preguntar si se quedó a vivir para siempre aquí arriba te contestaré que nadie lo sabe.
Y así una y otra vez repetíamos los mismos cuentos, con nuevas caras y ciertas variaciones, en un esfuerzo inaudito por sorprendernos el uno al otro. Un día Sabina me contó que estaba enamorada de otro chico que vivía allí, justo debajo de las higueras, en el universo ignoto. Pero ¿debajo debajo?, pregunté incrédulo. No sé cómo lo dije, mas tuve celos y ella se dio cuenta. Pero tú eres tú y él es él, no tienes por qué preocuparte, se justificó. Muchas veces a lo largo de mi vida he pensado en la clave oculta de aquella ocurrencia de Sabina, dicha con ingenio y picardía. Seguro que sin mayor intención de molestarme. ¿No invocaba, sin querer, la libertad del individuo para decidir y compartir? ¿No manifestaba acaso que los sentimientos pueden repartirse sin exponerlos a competiciones o someterse a elección? ¿No decía, sin pretenderlo probablemente, que sobre todo uno tiene que ser fiel a sí mismo?
Pero aquel día Sabina debió detectar en mi rostro un mohín de tristeza repentina. Arrancó un higo maduro, lo peló de arriba a abajo con cuidadosa lentitud y me ofreció su pulpa gustosa. Prueba, debe estar delicioso, exclamó con una ternura imperativa. Lo compartiremos. Yo abrí la boca y ella, extendiendo sus traviesos dedos, dejó que mordisqueara el primer bocado. Cuánto catamos ese verano y los siguientes el uno del otro es un secreto que debo guardarme. Ni ella ni los bancales donde crecían las higueras ni su casa ni la mía sobrevivieron a la catástrofe. No logré aceptarlo fácilmente. ¿Me habría abandonado Sabina para refugiarse en otras profundidades? ¿Estarían a salvo los pobladores del mundo ínfimo que imaginábamos y que acaso fueron reales? De vez en cuando, si las incidencias de mi dedicación me turban y necesito ponerme nuevamente a salvo, busco en mis recuerdos el sabor de aquellos frutos que la estrenada juventud nos brindó.
(Bodegón de la Villa de Popea, en Oplontis)
Ella le dio a probar el fruto que cura la tristeza y aventa la melancolía cuando pasa el tiempo y se añora aquel tiempo en el que despertaban los sentidos a la vida, al mor, al deseo.
ResponderEliminar¿Qué sería de nosotros sin los recuerdos y sin ese primer amor que nos hizo ver el mundo de colores más intensos, mientras las mariposas revoloteaban en nuestro interior?
Saludos, Fackel.
No sé, hubiera habido otro devenir en esas lides; de hecho lo hubo. De todos modos a veces se sublima demasiado el primer amor. Solo fue eso, un primer paso con otra persona. Luego descubrimos el interés por estar más curtidos. Y cuanto más curtidos, homo sapiens, más hábiles y supongo que más profundos en nuestras manifestaciones. Gracias, Cayetano, a protegernos de los idus de enero.
EliminarMomentos delicados cuando surgen las preguntas existenciales.
ResponderEliminarUn abrazo.
Las preguntas han sido tentadoras también. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin aquellas tertulias primigenias de grupito de amigos donde se hablaba de modo desordenado y recurrente de los temas que íbamos descubriendo, no necesariamente afectivos, que también?
EliminarLinda historia y nada como la infancia para atesorarlas.
ResponderEliminarInnumerables experiencias de higos e higueras a lo largo de toda mi existencia. Óptimos recuerdos acompañados de aromas exquisitos!
Nunca tuvieron para mí otro encanto los higos que tomándolos del árbol. Nunca fue igual en la mesa como postre. Como tanta fruta de infancia era para disfrutarla en cualquier momento del día en que correteábamos. Cuando uno se permitía una flexibilidad de la que hoy, al recordarla, me asombro, para subir a nogales, manzanos, higueras...Lo que nunca practiqué fue enredarme como cinta de lúpulo en el tronco de los chopos. No era mi sino ser lúpulo. Óptimos recuerdos, sí, con las sensaciones más asombrosas.
EliminarFáckel:
ResponderEliminartanto los higos como las fresas tienen fama de frutas eróticas (no sé si afrodisíacas también), pero sin duda, están riquísimos. ¡Y las brevas, mmmm, una exquisitez!
Las higueras son árboles traicioneros, su madera es malísima y se quiebra con mucha facilidad. La leche de los higos es muy abrasiva y el polvillo de las hojas da unos picores horribles.
Salu2.
Pues no sé, hay literatura varia sobre esos efectos de ciertas frutas, pero en aquel tiempo precoz era la erótica del gusto, y también la de la transgresión tomando frutas de donde no debíamos o subiéndonos donde era peligroso, lo que dominaba en nosotros. Las higueras aguantaban bien el peso leve de un niño o dos, al menos las frondosas. Querencia que uno las sigue teniendo.
EliminarUna historia preciosa, con un punto cruel, pensar que el primer amor, ese que dejó tanta huella, pudo morir tan joven. Al menos le quedan los recuerdos y los higos.
ResponderEliminarUn saludo.
Es que la muerte no suele respetar a veces al objeto de memoria de los vivos. Les deja eso, el recuerdo. Gracias, Ángel.
EliminarQueda el recuerdo que con el tiempo nuestra mente va modificando. Primer amor... ensayo/error, me quedo con el último,mas experimentado e intenso.
ResponderEliminarHace unos años hacíamos reuniones de amigas frente a la fogata, trajecito de baño y demás, contábamos aquellos "se dice que...", cuando estábamos con el corazón en la mano, una amiga de mi hermana salía con un comentario extraño (sexual), varios dirigidos a mí, luego comprendí todo. Al final todos son recuerdos, Fackel
Vaya, entro y me pilla a mano tu comment, gracias. En realidad todas las fases de la vida, en cualquier tema, las memorizamos, es decir mantenemos su recuerdo porque la experiencia fue conocimiento y con frecuencia echamos mano de aquellas vivencias como si tirásemos del cajón de la cómoda para coger una prenda. Solo que aquellas prendas pueden servir aún o no, y nos tienta probarnos las prendas del recuerdo por si funcionan todavía.
EliminarSobre esa anécdota que cuentas, ¿a que todo se acaba superando más pronto que tarde? Los que están receptivos y saben aprender lo superan pronto.
Todo son recuerdos, pero no tan fácil. Muchos han desaparecido, acaso no prestamos demasiada importancia a lo que fuera. Otros reverdecen, porque seguimos persiguiendo claves de entendimiento de aquello que quién sabe si aún colea.
Buen día.
No sé si todo pero creo que se supera más pronto que tarde lo que logramos entender y de que se aprende, se aprende, ahora no pienso, "esta amiga es muy cariñosa, el toqueteo es parte de su efusividad", ahora solo un besito en la mejilla y cada quien en su distancia.
EliminarYo voy depurando recuerdos, algunos buenos y otros no tanto pero los echo al fondo, hay unos muy persistentes, ¿qué se hace con ellos?, solo darles una pequeña sacudidita y dejarlos pasar y a divertirse.
Conviene, conviene superarlo, echarlos al fondo. Solo sacarlos a relucir para comparar y medir la distancia de nuestros propios cambios. Y la entidad de estos. Y continuar viviendo. Saludo, V.
EliminarUn relato, sea real o no, que bien identifica y plasma el mundo de la adolescencia, desde las incursiones en los cuentos de la higuera, sobre ella, y a su sobra. Un delicado canto a que esos amores, con Sabina o con Maribel, que de alguna forma se impregnan del aroma o el sabor del fruto, prohibido :-)
ResponderEliminarUn abrazo, y feliz día
Ya sabes que debatir sobre realidad o ficción es un poco como darle vueltas al sexo de los ángeles, a la Santísima Trinidad o a la Bolsa de Valores. Si leíste la entrevista al escritor Hideo Yokoyama en Babelia del sábado habrás visto su versión sobre escritos de ficción y de no ficción.
EliminarYo puedo recrearme en recuerdos sin más al recordar, pero cuando escribo sobre ellos tiendo -seguramente cualquiera que escriba- a fantasear lo apetecible...o a ocultar lo que no interesa. Y es que la escritura es también ¿o sobre todo? un juego.
Un abrazo, A.
ResponderEliminarAquellos años de los descubrimientos, del asombro, del noentenderte, del porqué de las cosas y de los sentimientos, del primer amor.
Se podría escribir tanto y tan contradictorio acaso...
Por la magia que nos traen los recuerdos.
Y del disfrute de los higos. El primer amor lo tengo olvidado. El sabor de los higos me persigue. Díscolo que es uno.
EliminarRecordar es divertido, todo tuvo su valor en su momento.
Qué hermoso texto sobre lo perdido.
ResponderEliminarNada se retiene eternamente. A veces incluso solo se posee de manera efímera.
EliminarRastros de otras vidas preservados en aquellos trazos sobrevivientes a la tragedia. Con qué puntillosa imaginación te dedicas a rescatarlos!
ResponderEliminarLa imaginación es tan tentadora como la capacidad de recuerdo. A veces me veo refugiado bajo una higuera en plena tormenta de verano. Y nunca me cayó un rayo.
EliminarCada cuál recuerda aquello que se le presenta en imágenes nítidas. Dibujables, casi de fotografía.
ResponderEliminarEl recuerdo acompañado de frutas se endulza y si a uno le conviene puede recordar el sabor de la fruta y enturbiar el resto.
Salud, Fackel. Muy buen relato.
Anna Babra
La memoria es relativamente nítida. La memoria altera también, reinventa. Hay ideas centrales que permanecen, pero las imágenes no son fidedignas al cien por cien. Creo que con la memoria sucede un poco algo parecido a la transmisión oral: que a base de ir repitiendo un suceso o una anécdota se va alterando. Todo el mundo pone algo de su parte y ya no es exactamente lo original. Tal vez ese sea el mecanismo de las leyendas. Pero en efecto, hay un margen, no sé si pequeño o mediano de recuerdos que tienen cierta exactitud. El sabor de la fruta es un paradigma. Lo curioso es que a tanta distancia de los tiempos de infancia, cuando comemos algo lo relacionamos. Este pan no es como aquel, estas nueces no son aquellas, etc. Y es cierto. Le memoria obra en el subconsciente y nos habla. En fin, podríamos seguir contando asociaciones de ideas, no acabaríamos. Y el resto, no siempre se enturbia. Hay imágenes fijas de ciertas iniciaciones, que jugaron su papel.
EliminarAnna, bona nit.
Sólo con leer el título de tu entrada me visitó el aroma que desprendía la higuera en el huerto de la casa rectoral en la que vivía mi tío Camilo (¿podría haber sido otra cosa aparte de cura llamándose así?). Ese olor hizo que los higos sean una de mis frutas favoritas, aunque pocas veces los encuentre. Son bellos los recuerdos que me hiciste evocar, aunque confieso cierta envidia por los que despierta en ti.
ResponderEliminarSabina era muy sabia para su edad, tal vez porque todavía no estaba tomada por los discursos culturales que tanto nos limitan. ¿Acaso tiene límites el amor?
Besos, Fackel
Hubo otras culturas antes que la nuestra, tan condicionada por dogmas y rigideces, y Sabina era hija de su tiempo. No obstante, no nos quejemos, en nuestro pasado hubo otra alternativa: la de la transgresión. No sé si el amor tiene límites, lo que no tiene límites es la memoria y la capacidad de imaginar y reinventar que tenemos.
EliminarBoa noite, Alís.
¡Qué belleza de bodegón!
ResponderEliminar¡Y qué delicioso y conmovedor relato!
Dulce y jugoso como aquellos higos compartidos
Buendía, Fackel
Es que los higos -y sus madres las higueras- traen tantos recuerdos glotones...Bien estar, Milena.
EliminarBellos recuerdos mezclando ficción y realidad.
ResponderEliminarAcaso es todo ficción. O quién sabe si todo realidad. Aquella púber era tan agradable entonces. Y él tan poco receptivo, en principio.
EliminarSuele pasar...
ResponderEliminarY fue bello mientras tuvo lugar...
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