El aprensivo se miró al espejo aquella mañana y temió lo peor. Rebajó con la punta de los dedos sus párpados, creyendo ver con espanto un brillo amarillento en sus ojos, movió a continuación la cabeza a un lado y otro presintiendo más huesudas sus sienes, sacó por último la lengua blanquecina y seca. Luego expulsó el aliento con descarada preocupación, el cual se tradujo en un empañamiento del espejo que rebotó un olor fétido. El hígado, va a ser el hígado, se dijo. Qué hacer, pensó. ¿Pido cita para consulta o espero unos días a ver cómo evoluciona? El dolor en un costado del abdomen, por una mala postura en la cama, acabó de alarmarle. Sin duda que beber me está pasando factura. Pero al examinar mentalmente sus ingestas de alcohol cayó en la cuenta de que lo probaba escasamente. Si no es el alcohol tiene que ser algún alimento que como en exceso y no me sienta bien, repasó. Sin embargo era frugal, aunque también exquisito, pero procuraba alejarse de salsas y cafeínas que consideraba perjudiciales. Va a venir todo por la genética, se resignó. Dio rienda suelta a la memoria. Mi padre también padeció de lo mismo, y aquella anemia, y la pérdida de apetito, y más tarde cuando tuvieron que abrir y actuar sobre sus vísceras maltrechas... En ese momento de recuerdos alocados no pensó que el progenitor había fallecido nonagenario avanzado, víctima tan solo de agotamiento vital.
Le expulsó de su desconcierto un pinchazo en la zona por donde él intuía el órgano secreto, aquel al que cantó y nombró cierto poeta célebre. Agitado por tal molestia imprecisa, tan pronto la notaba más arriba como más lateral. Reflejos, sin duda, lo he leído por alguna parte, se alarmó, y seguro que tienen su epicentro ahí. Estuvo tentado a echarse de nuevo en la cama. La mera imagen de verse postrado lo turbó. Se justificó enseguida. Puede que tumbado se me extienda la molestia por más partes. Mejor me siento. ¿Qué será más adecuado? ¿Aplicarme frío o calor? ¿Probar algo o guardar ayuno? Le avergonzaron sus propias preguntas ridículas. Se dejó caer sobre una butaca amplia, donde se perdía su cuerpo frágil, y entonces la presión del movimiento le produjo un dolor agudo, intermitente. Tan pronto adquiría consistencia como acababa por apagarse. Mal, voy mal, de esta no me libro. ¿Lo tendré en una fase avanzada?, se interrogó con angustia. Para más desasosiego aquella mañana no había sentido la necesidad de evacuar como de ordinario, y al darle en pensar en ello le pareció que había una estrecha relación entre órganos que se conectaban unas veces amablemente y otras perjudicándose entre sí. Lo que me faltaba, soltó con amargura.
El hombre empezó a tener sudoraciones por la ansiedad. Se hacía una catarata de preguntas impulsivas pero atroces. ¿Irá a más todo esto? ¿Se tratará de un aviso? ¿Estaré ya marcado sin solución? ¿Padeceré intensos dolores y disfunciones múltiples que me hagan la vida imposible? ¿Será rápida y repentina la fase final? Aquella dialéctica de pensamientos desordenados fue desencadenando en él una inquietud creciente. Repasó su situación material, el asunto de las herencias, incluso estuvo tentado a ponerse en contacto con algunos íntimos con los que se había llevado mal en los últimos tiempos. Pero lo peor fue cuando tuvo accesos de ficción. Se imaginaba sobre una mesa de operaciones y que los médicos comentaban entre sí: no hay nada que hacer, visto y no visto, cerremos y dejémoslo como está. Incluso imaginó la voz compasiva y dulce de una enfermera diciendo: pobre hombre. Tan joven, estuvo a punto de añadir a su propia y fantasiosa literatura, pero no hubiera sido verdad.
Le expulsó de su desconcierto un pinchazo en la zona por donde él intuía el órgano secreto, aquel al que cantó y nombró cierto poeta célebre. Agitado por tal molestia imprecisa, tan pronto la notaba más arriba como más lateral. Reflejos, sin duda, lo he leído por alguna parte, se alarmó, y seguro que tienen su epicentro ahí. Estuvo tentado a echarse de nuevo en la cama. La mera imagen de verse postrado lo turbó. Se justificó enseguida. Puede que tumbado se me extienda la molestia por más partes. Mejor me siento. ¿Qué será más adecuado? ¿Aplicarme frío o calor? ¿Probar algo o guardar ayuno? Le avergonzaron sus propias preguntas ridículas. Se dejó caer sobre una butaca amplia, donde se perdía su cuerpo frágil, y entonces la presión del movimiento le produjo un dolor agudo, intermitente. Tan pronto adquiría consistencia como acababa por apagarse. Mal, voy mal, de esta no me libro. ¿Lo tendré en una fase avanzada?, se interrogó con angustia. Para más desasosiego aquella mañana no había sentido la necesidad de evacuar como de ordinario, y al darle en pensar en ello le pareció que había una estrecha relación entre órganos que se conectaban unas veces amablemente y otras perjudicándose entre sí. Lo que me faltaba, soltó con amargura.
El hombre empezó a tener sudoraciones por la ansiedad. Se hacía una catarata de preguntas impulsivas pero atroces. ¿Irá a más todo esto? ¿Se tratará de un aviso? ¿Estaré ya marcado sin solución? ¿Padeceré intensos dolores y disfunciones múltiples que me hagan la vida imposible? ¿Será rápida y repentina la fase final? Aquella dialéctica de pensamientos desordenados fue desencadenando en él una inquietud creciente. Repasó su situación material, el asunto de las herencias, incluso estuvo tentado a ponerse en contacto con algunos íntimos con los que se había llevado mal en los últimos tiempos. Pero lo peor fue cuando tuvo accesos de ficción. Se imaginaba sobre una mesa de operaciones y que los médicos comentaban entre sí: no hay nada que hacer, visto y no visto, cerremos y dejémoslo como está. Incluso imaginó la voz compasiva y dulce de una enfermera diciendo: pobre hombre. Tan joven, estuvo a punto de añadir a su propia y fantasiosa literatura, pero no hubiera sido verdad.
Suspiró en voz alta. No hay nada que hacer, se repitió, como si la voz imaginaria fuera una palabra directa, decidida. Una sentencia sin apelación. La Muerte, que se pasea campando a sus anchas por doquier, pero discreta, eso sí, escuchó no obstante el lamento que se presumía mortal de aquel individuo. Ya lo conocía de otras ocasiones en que había dado pie a falsas alarmas y que le había obligado a presentarse ante él para nada. La Muerte se enfadó. No soportaba más su falsedad. ¿Por qué me invocas tanto si no me necesitas?, le increpó. ¿Crees que no tengo más que hacer que ocuparme de ti mientras hay gente de sobra que sí tiene motivos para llamarme? ¿Es que no sabes vivir la vida como alguien normal? Pero el hombre, al tener allí delante la presencia de la innombrable, se precipitó en una serie de convulsiones teatrales, gritos ahogados, blasfemias ampulosas, súplicas atolondradas. Que sea rápido, pidió. No quiero ni ver ni oír, pero que sea de un solo golpe.
La Muerte no supo si reír o llorar. Lo dejó allí plantado. Renegó del hipocondríaco por imposible. Luego se sintió jueza de voluntades y de conductas ajenas. Te condeno, le dijo con tono impetuoso y enojado, a estar toda tu vida con miedos y sufrimientos imaginarios y llegar así hasta los cien años.
La Muerte no supo si reír o llorar. Lo dejó allí plantado. Renegó del hipocondríaco por imposible. Luego se sintió jueza de voluntades y de conductas ajenas. Te condeno, le dijo con tono impetuoso y enojado, a estar toda tu vida con miedos y sufrimientos imaginarios y llegar así hasta los cien años.
(Fotografía de Jorge Molder)
Buena condena para tan grave delito. Así no molestará más a quien está condenada a trabajar sin descanso.
ResponderEliminarSaludos.
Hay algunos tipos incorregibles que parecen querer buscar el estar peor. Pues mira. Gracias, Alfred.
EliminarAlguien que llegó a verla.
ResponderEliminarAsí que la muerte puede condenar a alguien a una larga vida, por fastidiarla. Lo de miedos y sufrimientos imaginarios es algo que el hicopndríaco se encargaba solo, sin ayudas.
Saludos.
Pues eso parece, ella lo único que ha hecho es ayudarle un poco. Saludos.
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ResponderEliminarMás de la Muerte, como personaje.
https://www.youtube.com/watch?v=A2ImsXjS2SU
https://www.youtube.com/watch?v=dqz4pTzqiZs
https://www.youtube.com/watch?v=kdLKNnDPx-s
Gracias por los enlaces, los miro.
EliminarImpresionante, Fackel:
ResponderEliminarEs cierto que hay personas que mueren de su primera enfermedad.
Otras tienen unas y otras dolencias. Una detrás de otras. Por última están las personas que imaginan un montón de enfermedades como el personaje de tu narración.
La condena final nos insta a la reflexión.
Enhorabuena
Un abrazo de enero
Mueren sin morir en sí, pero sí de sí en vida, de su condición. Los aprensivos, me refiero. Gracias y buen día.
EliminarLa muerte pasa del hipocondríaco: es una especie de moribundo crónico, siempre enfermo pero con una mala salud de hierro. A la muerte le gusta pillar a la gente por sorpresa. No es este caso, y la situación le enerva y le desborda.
ResponderEliminarUn saludo.
Obsesivo compulsivo, diría yo que es. Pero muchos aprensivos también han caído pronto. Ser hipocondríaco y tener algo de verdad no riñe. Salud de jueves, Cayetano.
EliminarLa condena para el tipo es la que corresponde. He conocido a dos, y sufren, sí, pero quién está al lado acaba por sufrir tanto que les dejan solitos con sus aflicciones, que son reales para ellos.
ResponderEliminarUn abrazo y feliz día
Por supuesto, los próximos padecen las quejas y las manías de los aprensivos, de tal manera que a veces tiene lugar aquello del cuento del lobo. Buen día.
EliminarUna narración divertida y un justo castigo. Conozco algunos hipocondríacos y dan ganas de desearles una enfermedad real...
ResponderEliminarPero nadie estamos libres de ese pecado, Pedro, y más según avanzamos en años. Claro que los hay aprensivos desde la tierna niñez.
EliminarLo veo de otra manera; si condenas a un individuo a vivir cien años le estás diciendo el día en que morirá , y lo bueno de la Parca es que venga a buscarte sin fecha declarada, eso hace a uno un verdadero hipocondríaco, todo lo demás son facilidades a cómodos plazos.
ResponderEliminarSalut
Estuvo a punto de decirle la que tú nombras que cien años o más y dejarlo en sine die...pero se supone que decir cien años es decir para toda la vida, la que sea. Desear tantos años en malas condiciones no puede ser bueno para nadie.
EliminarDebo confesar que soy un hipocondríaco de tomo y lomo. Intento protegerme de tal síndrome no leyendo los prospectos farmacéuticos ni navegando por internet a la busca de temas de salud (de falta de ella, mejor dicho). Pero a veces caigo en la trampa. De entrada, nunca abro las analíticas ni, por supuesto, pido el resultado por Internet para imprimirlo en casa. Tampoco invento síntomas inexistentes, desde luego, pero cuando se presenta uno, por nimio que sea, siempre pienso ya en lo peor, en algo irreparable, por eso me identifico plenamente con tu texto.
ResponderEliminarPor eso es mejor tomárselo con chacota, ironía, cachondeo y diversión. No adelantar nunca acontecimientos. Y si nos pillan, mala suerte. Gracias GU.
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ResponderEliminarMe gusta cada vez mas, esa prota, tan sabia y comprensiva, que casi, casi, se hace querer.
Entre Ella y tú, estáis haciendo un buen trabajo, ya ves, se habla de ella con un tono natural, cotidiano y hasta festivo. Nada tabú.
Buena tarde. Y viva la vida.
Pero se trata de distinguir entre comprenderla y quererla. Yo de esto último último me abstendría. No quiero tener amores con ella, aunque sé que al final me llevará al huerto. (Prefiero el humor y pasar de puntillas sobre la sombra alargada del personaje)
EliminarPor cierto los tabú y los tótem, inventos muy humanos y complementarios, no se pueden anular, aunque yo creo que sí vadear y restarles hierro a ambos. Gracias, y eso sí, viva la vida manque pierda que decían los béticos.
Es una condena que también la incluye, pues tendrá que volver a cada rato.
ResponderEliminarEl texto me mantuvo oscilante entre la angustia y la carcajada. Es terrible ser hipocondríaco ¿no?
Besos
Eso dicen. Los que están en el entorno de un aprensivo se sienten molestos por sus obsesiones. Pero yo creo que lo pasa peor él mismo. Porque se convierte en una condición de inseguridad que desfigura muchos hechos de la vida y no disfruta el presente. Gracias.
Eliminarsin lugar a dudas tu imaginación no tiene límites
ResponderEliminarabrazos siempre
Hombre, seguro que sí, y si no quisiera tenerlos ya se encargará el personaje del relato de que los tenga (se admiten risas)
EliminarSaludo.
Admirado amigo Fackel, reúne tus narraciones y busca una editorial. Te sobran méritos para que se publiquen tus escritos. De verdad.
ResponderEliminarSaludos
Uf. Gracias por tu comentario, no sé. Me empeño en ejercitar, eso es todo. Da sentido. Un abrazo.
EliminarQue el hipocondríaco personaje de tu narración, se haga mirar los gases. Son unos viajantes guasones. Se les combate con infusiones de anises e infusiones de boldo, para aliviar hígado y vesícula. También conviene mantener el intestino grueso limpio y libre de mierdecillas y si hay que recurrir a lavativas, pues se recurre y punto. Uff, cómo no compartir esta información?!!
ResponderEliminarDe momento al otro personaje cadavérico con florida palmera de la imagen, pues que le den ... y que no toque las narices.!!, que por algo los ancestros del personaje hipocondríaco que nos muestras parece que lo han dotado de unos aceptablemente largos telomeros. Un buen trabajo evolutivo de su predecesor equipo genético, según nos cuentan ciertos investigadores as hoc.
EliminarPudiera ser que fuera cuestión gaseosa, pero si solo fuese eso...El hipocondríaco cojea de otros pies.
Y sobre la imagen del post: Pobre Molder, no la cojas con él, es un fotógrafo al que aprecio mucho. Es modelo de sí mismo. Prácticamente toda su obra gira en sus poses, dan juego sus fotografías para los textos.
Me alegro que vuelvas de vez en cuando, MJ. Un abrazo.
Cien años, con ello ya tiene fecha de deceso, no habrá sorpresa, pero, te imaginas que la condena es para él y parece que no, que es para ambos, porque al ser hipocondríaco cada tanto lo estará llamando, no?
ResponderEliminarTengo un primo así y es médico
🙄
Cien años es una expresión, podría haber dicho mil, pero eso no se puede precisar. La Muerte vive (se nutre) de las condenas, Adel. Saludo y mirada nutriente.
EliminarFáckel:
ResponderEliminarun castigo muy justo.
Salu2.
Es que la tal sabe que la eternidad del hombre no existe.
EliminarUna buena imagen descriptiva del hipocondríaco. Y un personaje muy acorde a la historia que cuentas esa muerte imperterrita y guasona que condena a inoportunos recalcitrantes.
ResponderEliminarDivertido, en verdad.
Salud, nuna mejor dicho.
Gracias, Anna, por leer y comentar. Los hipocondríacos son una fuente inagotable de relatos, pero la Muerte es un tema infinito. Salud siempre.
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