"Ven, señora de pestañas saladas, de la mano envejecida
por los desvelos de los pobres y por el paso de los años -
el amor te está esperando entre las matas".
Yannis Ritsos, Romiosyne.
Aquella mujer, Kéa, en cuyo hogar se recoge por las noches Naxos, es más vieja por lo que ha visto, incluso ¿o sobre todo? en su propia carne, que por los años que acumula. No te decepciones, Naxos, por cuanto observes. La violencia padecida envejece mucho. Si no llega a matar o no secuestra tu existencia te aplasta la edad. Los que nos conocemos desde siempre no nos engañamos, pero el advenedizo piensa que la población que ha sobrevivido es toda decrépita, y hay quien tiende a aprovecharse por ello. Si te hemos acogido desde el primer día es porque distinguimos enseguida que venías desarmado y que no tenías intención alguna de sacar beneficio de nosotros de mala manera. Cuando una es prematuramente anciana tiene que asumir la circunstancia, no solo su estado. De no haber tenido mi cuerpo tan ajado y dolorido hubiera aspirado a tu don de hombre, como ya sucedió en otras ocasiones con viajeros poco generosos. Pero aquel tiempo desapareció antes incluso de lo que la naturaleza ordena. A Naxos le afecta la pena de aquella mujer desgarrada por ve a saber cuántos y diversos infortunios. Sin embargo, los ojos joviales y encendidos de la anciana no parecen corresponderse con la calamidad del resto del cuerpo. Su mirada es aún tan viva, se atreve a responder Naxos. El calor de sus palabras tan sincero. Eso no parece propio de quien ya se ha rendido al mundo. Kéa fuerza una sonrisa y baja la cabeza, como si quisiera a continuación tomar carrerilla y alzarla altiva. Si tú supieras, deja caer con desgana. Mucho antes de que la ciudad sufriera pillajes y raptos a mí ya me empezó a destruir el amor. O acaso debería decir el abuso que en nombre del amor padecí de los hombres y de sus apetencias superficiales. Entonces comencé a darme cuenta de que el amor no era lo que creíamos poseer del otro o lo que se revelaba dentro de una, cargado de expectativa y deseo, sino que todo consistía en una suplantación. Se nos quería para lo justo y nada más. Ahí se daban la mano los que llegaban fieros con sus naves, dispuestos a cobrarse en nosotras su parte del botín, y quienes accedían a nuestras familias simplemente para atar los negocios o saciarse con nuestros cuerpos. Para una mujer de esta ciudad amar no era disponer conforme a su gusto y elección. No nos ha sido dado elegir. Y no siempre, ni mucho menos, el placer se obtenía en contacto con un hombre o una mujer con quienes hubiéramos convenido de antemano. Naxos se dejaba llevar por la perplejidad al escuchar calladamente a Kéa. ¿Por qué me habrá elegido a mí para narrarme sus frustraciones?, se pregunta. Sé lo que piensas, joven extranjero, y la anciana interrumpió sus pensamientos. No parece común que una mujer ya en retirada confíe sus cuitas a un hombre proveniente de otras regiones y además con escasa experiencia, ¿verdad? Descuida, pero te diré que te acogí no por el interés de un dinero que pudieras darme a cambio de manutención y techo, pues de sobra sabía de tu desposesión. Ni por sentido de la caridad, que olvidé hace tiempo. Tu presencia en mi hogar valía otra clase de tesoro. El olor a hombre me compensa. La voz medida de un joven prudente expulsa de mi pensamiento a los violentos que me hicieron sufrir. La visión del cuerpo de un hombre me ofrece la compensación a mis placeres reprimidos. La capacidad de estar abierto a cuanto se te ofrece a la mirada estimula mi resistencia ante un futuro poco alentador. La actitud de alguien entregado como tú a una gente a la que no ha visto jamás antes me aporta una recuperación esperanzadora. Es como si aquel robo que sufrió mi propio tiempo me estuviera ahora devolviendo el valor de lo perdido.
Bajo el dintel de la entrada se dibuja el contorno esbelto de una joven. Kéa cesa el relato de sus reflexiones. Su cara es otra de pronto. La presencia de la recién llegada la resucita. Esta es mi nieta Ikaria, le indica a Naxos. No es fruto de la violencia de los invasores, sino de quienes creímos íntimos y fueron los más perversos y despegados. A veces las tropelías nacen y crecen en nuestro ámbito, pues también aquí ha habido hombres que no han respetado las reglas y que han faltado al mínimo respeto con las mujeres. Pero Ikaria compensa con creces la alevosía y mala intención de los infames, a la que ella es ajena. ¿No es en ocasiones lo accidental algo sorprendente? ¿No es lo inesperado lo que muchas veces se impone para recordarnos que debe asentarse la cordura? ¿Cómo la conducta brutal de unas bestias puede generar otras vidas que solo tienen alma de ternura? Naxos reconoce entonces a la joven que un día, al poco de llegar a esta ciudad, le ofreció flores. Tú eres aquella que me obsequió no solo con sorprendentes aromas sino con nuevas esperanzas, le dice. No había vuelto a verte. Vivo más en el monte que en la ciudad devastada; allí tengo mis tareas, le explica sucintamente Ikaria. Ah, por cierto, ¿no me preguntas hoy por la adivina?
Bajo el dintel de la entrada se dibuja el contorno esbelto de una joven. Kéa cesa el relato de sus reflexiones. Su cara es otra de pronto. La presencia de la recién llegada la resucita. Esta es mi nieta Ikaria, le indica a Naxos. No es fruto de la violencia de los invasores, sino de quienes creímos íntimos y fueron los más perversos y despegados. A veces las tropelías nacen y crecen en nuestro ámbito, pues también aquí ha habido hombres que no han respetado las reglas y que han faltado al mínimo respeto con las mujeres. Pero Ikaria compensa con creces la alevosía y mala intención de los infames, a la que ella es ajena. ¿No es en ocasiones lo accidental algo sorprendente? ¿No es lo inesperado lo que muchas veces se impone para recordarnos que debe asentarse la cordura? ¿Cómo la conducta brutal de unas bestias puede generar otras vidas que solo tienen alma de ternura? Naxos reconoce entonces a la joven que un día, al poco de llegar a esta ciudad, le ofreció flores. Tú eres aquella que me obsequió no solo con sorprendentes aromas sino con nuevas esperanzas, le dice. No había vuelto a verte. Vivo más en el monte que en la ciudad devastada; allí tengo mis tareas, le explica sucintamente Ikaria. Ah, por cierto, ¿no me preguntas hoy por la adivina?
(Fotografía de Ata Kandó)
Me gusta eso de : ¿Por qué me habrá elegido a mí para narrarme sus frustraciones?
ResponderEliminarMe ha llevado a otro camino, dentro del relato; a darme cuenta que en general no sabemos escuchar. Oir si, pero no sabemos estar callados, en general, insisto, a la cuenta del relato ajeno, que a la postre se asemeja al nuestro. Porque todos los humanos padecemos de los mismos males, en mayor o menos grado, pero similares.
Un abrazo.
Me relajan estas lecturas.
No sabemos escuchar, aunque hay quien no sabe ni escucha nunca, quien escucha al cincuenta por cien o quien oye lo que le interesa. No obstante lo que escuchamos no tiene un procesamiento automático en nuestro cerebro. En asuntos prácticos, puede. En reflexiones más hondas nos cuesta tanto...
EliminarSi te relajan esos textos me alegro.
Curiosamente se trata del tipo de relacion que mantengo con mis vecinos contiguos: una linda familia de 4 miembros, dos muy menudos, con los que cooperacion, respeto y educacion imperan, amen de confianza. Tan lindas criaturas que desconocen su belleza intrinseca.
ResponderEliminarEste viejo pad ajeno no admite acentos in reconoce el castellano. Cosas!
Oiga, que la historia griega de Naxos es antigua, no me haga decir aquello de toda semejanza con la realidad es pura coincidencia, jajj
Eliminar(Lo de los viejos pad es parte de la conjura masónica y anglosajona, amén de judaica, jij)
Y no pocas veces los ancianos eligen a una desconocida para liberar recuerdos y confiar secretos.¿Será porque contar nuestra vida nos da motivo para creer que la hemos vivido?
ResponderEliminarQuizás contar la vida entre coetáneos es menos apasionante y seductor (o eso creemos) que si se hace con gente más joven. Hay una cierta vanidad en el relato, como si se tratara de demostrar que la experiencia de los longevos es más poderosa. Aunque creo que la anciana acogedora de Naxos pretendía alguna oscura maniobra.
EliminarNo conocía a Ritsos, me ha encantado.
ResponderEliminarVida dura para una sensibilidad enorme.
El relato de Naxos se pone muy interesante.
Se acercan Sus Majestades, sabemos que ha sido muy bueno ¿espera muchos regalos? ¡Feliz noche!
Adriana
No es muy conocido Ritsos en España (casi nada, salvo para tipos lectores raros y receptivos a lo que les echen y luego les guste) Y fue un icono de resistencias. Vamos, uno de esos poetas que seguirán tapando su existencia y que hoy en día no dejarán florecer.
EliminarNo, en absoluto.
Gracias, Adriana, por su curiosidad.
Solo la narración nos separa de los animales.
ResponderEliminar(Regreso de mi ausencia. ¡Feliz año!)
Sabia conclusión, no vas descaminado. Feliz retorno a un nuevo año, Pedro.
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