Yo, Caio Marco Tarquinio, escribiente de las sesiones de la alta magistratura de la República, lo vi y oí todo. Permaneciendo discretamente en una estancia adjunta donde los senadores se acicalan antes de ocupar sus sitiales escuché las últimas palabras de los conspiradores. Poco hablaron y mucho se miraron entre ellos. Hubo algunos gestos, cierto nerviosismo en los más indecisos y un comportamiento extremadamente frío de los que habían optado por la ejecución de César desde el primer momento. Unos a otros se mostraron con disimulo las afiladas armas que llevaban preparadas, alzando discretamente los pliegues de la toga.
Cuando llegó César, todos aquellos traidores le abrieron paso. Cundieron las sonrisas, los tonos de voz jocosos y hasta tuvieron lugar algunas conversaciones relajadas. No sabría decir si César estaba advertido y fue imprudente o si no consideró graves las informaciones. Tantas confabulaciones se habían producido en Roma que acaso nunca pensó que las ambiciones de los patricios pudieran cuestionar su poder hasta el punto de eliminarlo a él físicamente. Y menos en aquel tiempo en que la prosperidad era más palpable que nunca en la urbe. Los conjurados le hicieron creer hasta el último momento que no había motivos de tensión y ocultaron sagazmente los planes urdidos. Un criado de César llegó a contarme después del crimen que César había recibido una premonición del destino, pero que a propósito la había ignorado. El sueño de Calpurnia en el que veía a su esposo rodeado de sangre que manaba de una de sus efigies de mármol no fue tomado en consideración. No creo en los sueños y si no me han hecho temer jamás los hombres, después de tantas campañas, tampoco me voy a asustar de lo que veas en los sueños, dicen que le había contestado César a su mujer.
Pues bien, no llevaban mucho tiempo de sesión cuando uno de los senadores ancianos me sugirió que me retirara aparte, pues lo que iban a tratar no concernía a decisiones de gobernación y no debía ser objeto de quedar registrado. No escapaba a mis limitados conocimientos que los senadores más antiguos y de mejores familias no veían con buenos ojos los planes de César de ampliar el Senado e incluir a advenedizos de distintos orígenes que podía suponer una alteración de la influencia de la clase alta. Pensé que iban a discutir distendidamente de cuestiones secundarias, dándose a la conversación precipitada y dicharachera, cargada de chascarrillos y bufas, sobre la que no merecía la pena que se levantase acta alguna. Pero todo fue un ardid. Apenas salí de la sala cuando escuché que César adquiría una entonación severa, como si estuviera exigiendo respuestas a los presentes sobre algún tema de gravedad. Otras voces le plantaban cara, unas con escasa decisión, otras con un estilo de velada amenaza.
No lograba escuchar bien de qué trataban. Entreabrí la puerta de la habitación donde solemos guardar los escribientes nuestro menaje y vi cómo una figura, que no alcancé a ver de quién se trataba, se levantaba de su asiento y se dirigía hacia César haciendo un ademán brusco. César se quejó de aquella aproximación y se sintió molesto por la falta de respeto a su autoridad, pero a continuación el mismo individuo alzó el brazo a la altura del cuello de César. Fue como una orden refleja para otros senadores. Unos se aproximaron a César por la espalda, otros esperaron su reacción para buscarle el torso, dos de ellos fueron a acosarle por los costados. Los filos aparecían, agitaban el aire, se hundían en el cuerpo del hombre, acababan escondiéndose, avergonzados y sangrientos, entre las togas y las túnicas. César daba tumbos y la vestimenta se le iba impregnando del flujo de sus venas rotas. Me pareció que alguno de los asistentes trataba de parar aquella violencia tan visceral como programada, pero volvieron a sentarse y a observar la escena de un crimen que se pretendía simbólico cuando en realidad era sacrílego. César era un hombre de fortaleza y daba la impresión de no acabar de creerse lo que le estaba ocurriendo. A cada empellón que sufría se resistía en la caída. Fue entonces cuando uno de los senadores abrió la puerta junto a la que yo oteaba el suceso. Tenía en la mano una espada corta, de empuñadura áurea, cuyo filo estaba manchado por la sangre de la víctima. Me sujetó del brazo y me dijo: tómala tú ahora. Empuña este arma con el mismo brío con que usas el cálamo para registrar los acontecimientos y hacer poesías de encargo para los enamorados. Así servirás con dos armas paralelas a la liberación de Roma. Yo, Caio Marco Tarquinio, sobrenombre que oculta uno más modesto proveniente de una provincia meridional y pacífica, la tomé aterrorizado para dejarla caer a continuación. Doy fe que manché mis manos con la sangre de César sin haber tenido complicidad alguna en el crimen. Lo que vino después...
No lograba escuchar bien de qué trataban. Entreabrí la puerta de la habitación donde solemos guardar los escribientes nuestro menaje y vi cómo una figura, que no alcancé a ver de quién se trataba, se levantaba de su asiento y se dirigía hacia César haciendo un ademán brusco. César se quejó de aquella aproximación y se sintió molesto por la falta de respeto a su autoridad, pero a continuación el mismo individuo alzó el brazo a la altura del cuello de César. Fue como una orden refleja para otros senadores. Unos se aproximaron a César por la espalda, otros esperaron su reacción para buscarle el torso, dos de ellos fueron a acosarle por los costados. Los filos aparecían, agitaban el aire, se hundían en el cuerpo del hombre, acababan escondiéndose, avergonzados y sangrientos, entre las togas y las túnicas. César daba tumbos y la vestimenta se le iba impregnando del flujo de sus venas rotas. Me pareció que alguno de los asistentes trataba de parar aquella violencia tan visceral como programada, pero volvieron a sentarse y a observar la escena de un crimen que se pretendía simbólico cuando en realidad era sacrílego. César era un hombre de fortaleza y daba la impresión de no acabar de creerse lo que le estaba ocurriendo. A cada empellón que sufría se resistía en la caída. Fue entonces cuando uno de los senadores abrió la puerta junto a la que yo oteaba el suceso. Tenía en la mano una espada corta, de empuñadura áurea, cuyo filo estaba manchado por la sangre de la víctima. Me sujetó del brazo y me dijo: tómala tú ahora. Empuña este arma con el mismo brío con que usas el cálamo para registrar los acontecimientos y hacer poesías de encargo para los enamorados. Así servirás con dos armas paralelas a la liberación de Roma. Yo, Caio Marco Tarquinio, sobrenombre que oculta uno más modesto proveniente de una provincia meridional y pacífica, la tomé aterrorizado para dejarla caer a continuación. Doy fe que manché mis manos con la sangre de César sin haber tenido complicidad alguna en el crimen. Lo que vino después...
(Aquí se interrumpe la relación que el autor, cuyo origen no se conoce con precisión, hizo como testigo directo del asesinato de Julio César en los Idus de marzo del año 709 de la fundación de Roma. Traducción del latín de D. Fackelius)
¡Guárdate de los Idus de Marzo!
ResponderEliminarHay tantos de los que resguardarse. Remedando y alterando una expresión taurina podríamos decir: Más puñaladas da el hambre (y la carencia, y la ignorancia, y el desamor, y...)
EliminarBEWARE THE IDES OF MARCH! Así lo aprendí hace mucho tiempo en pluma de Shakespeare. Ahora comprendo la razón algo mejor.
ResponderEliminarTu formación oxfordiana debió ser magistral. Aprender con y al maestro de Stratford es un lujo, aquí ni supieron educarnos con el de Alcalá. Aunque los idus en Roma eran los providenciales de varios meses del años, de los que se esperaban los mejores designios o augurios o como se quiera, tras aquella ejecución el significado adquirió para siempre tintes muy especiales y concretos. Los idus de marzo (ay el dios Marte detrás siempre) nos pueden esperar a todos en cualquier momento. De ellos la principal conjura que hay que temer es la disfunción del cuerpo y el acecho de la Parca, pero tampoco hay mucho solución contra esta última cuando llega el caso. De las puñaladas traperas de hombres hay que seguir aprendiendo, pues todos podemos ser acechados y cualquier puede también esgrimir el ataque contra otros. Condición humana que dirías tú.
EliminarNo olvidar un refrán que se citaba mucho en otra época: quien a hierro mata a hierro muere. La polivalencia de los refranes era tan sabia como eficiente.
ResponderEliminarFermín
Es verdad, no sé si servía para auto prevenirse uno y contener el instinto agresivo, pero se ve que hoy las palabras no detienen a muchos. Gracias.
EliminarDe los Idús de marzo, de los de abril, de los de mayo... Hay que guardarse de tanto y de tantos...
ResponderEliminarUn abrazo
¿Daremos abasto? ¿Será efectivo? No sé.
Eliminar...De nada sirvieron mis palabras en contrario ni mis protestas, porque fui considerado héroe del Imperio Romano que asomaba la cabeza. Lo que vino después me hizo flotar sobre mi propia conciencia. También descubrí mi fragilidad y mi fuerza. Fui testigo de excepción de saqueos, guerras civiles y revueltas. Me sentía algo así como ganador/perdedor de la batalla de Alesia, hasta que en una ocasión recordé haber presenciado un cometa cruzando el cielo en el sepelio de César. Por ese motivo abandoné la actividad profesional y me encerré de por vida en un torreón que contenía una bibliotheca decorada con un tapiz de las musas y una estatua de Minerva. A partir de entonces decidí escribir únicamente sobre mi propia conciencia y vivir como los ascetas hasta el final de mi existencia. Escribí, escribí y escribí y a los noventa y nueve años dejé la Tierra. Un descendiente de algún senador presente en los Idus mortales de César, concedor sin duda por tradición oral de mi peripecia, inscribió las suiguientes palabras en mi tumba de piedra: Siste viator, aquí yace Caio Marco Tarquinio, escribiente, filósofo e injustamente tratado. "El de la dorada péñola".
ResponderEliminarBrillante, muy brillante texto, y eso que se consideraba perdido, pero no voy a preguntar dónde lo halló usted, más allá de la estancia secreta de su magín. Aquella Roma dio para mucho, dio hasta para montar el imperio-negocio del cristianismo.
EliminarLeía hace un rato a Muñoz Molina, también muy aportador:
https://elpais.com/cultura/2018/03/14/babelia/1521043429_871243.html
Vaya, me ha gustado la expresión metafórica de la pluma dorada. No parece que Caio Marco Tarquinio hubiera progresado económicamente como para tenerla efectivamente en oro o marfil, aunque nunca se sabe las donaciones de que son objetos los relatores de la Historia.
EliminarAprendo siempre mucho zona tanto de tus textos como de tus comentarios. Gracias 😊
ResponderEliminarYo he considerado siempre que no hay mejor aprender que aquello que nos proporciona un grado de satisfacción, asombro o goce. Gracias, Neo, siempre tan benévola con Fackel.
Eliminartecleando desde el teléfono, se suelen escabullir palabras que no quise poner! jeje ese "zona" es un ejemplo
Eliminar=)
No tiene mayor importancia, pero gracias por estar al tanto.
EliminarNunca pasan de largo, me refiero a los Idus y a todos nos alcanza alguna vez.
ResponderEliminarY sin embargo hay que sortearlos.
EliminarBien merecido se lo tenía el tal César... Mira que adueñarse de la ciudad eterna.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Pero entonces sin Vaticano, no tenía mérito.
EliminarMuchas gracias por valorarme tan bien. Por cierto: (de ti para mí) brillantes -lo que se dice brillantes a más no poder- son tus excelentes oficios rompiendo la cuarta pared.
ResponderEliminarPero las estancias de la vida son tan poliédricas...No sé romper nada, me dejo llevar.
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