Háblame del río, corneja. De cuando la ciudad no era sino un villorrio. De cuando el río no tenía más bordes que los que apaciguaban sus aguas. Háblame del mundo, de otros mundos que llegaron de lejos y levantaron éste imitando sus respectivos orígenes. Háblame del trasiego y del caminar apacible, porque los hubo. Y de los cantos soñadores de los trashumantes de la poesía, y de los gritos divertidos de los niños, y de los brindis eufóricos y bienintencionados que los mayores hacían en sus celebraciones. Cuéntame de la vida que se alzaba y que se curtía entre inviernos de frío y de sombras. Háblame de la vida que pudo haber sido, aquella que fue y no duró el tiempo de una generación. Evoca el azar y la alegría de compartir, pero denuncia también las manos alevosas que decidieron tantas veces, de manera injusta, el fin de los hombres. Háblame de la muerte de un solo hombre, ello me basta para comprender con tristeza que el hombre ha nacido para matar. Háblame para que el don que se me ha dado de desbaratar todos los textos falsos de la historia, los que se narraron de viva voz y los que se escribieron adulterando todas las voces, cumpla su objetivo. Decir la verdad de la vida también es decir que se nace para la muerte de uno mismo, pero además, con frecuencia, para procurar la del vecino. Con cuántas manos blancas, con cuántos silencios, con cuántas miradas a otra parte propiciamos el fin del hombre. No. Nunca se puede renunciar a la vida, aunque su contrapartida aceche. Tener en cuenta el tándem que forman, ¿nos sirve para controlar la dirección única? No. Probablemente la dirección es inevitable, y nos tortura la idea de que no pueda modificarse. ¿Acaso es nuevo hablar de la muerte en tu suelo de limo, corneja? Tú sabes lo que quiero decir, pájaro callejero, y no te escandalizas de mis furias. Has conocido infinidad de visionarios, profetas y pontífices, que anunciaron, que siguen pregonando, bellas imágenes sobre la vida, a la que no dejan que sea naturalmente bella. Sus palabras suaves unas veces, enardecidas otras, se esgrimían con la misma tenacidad que más tarde hicieron con las armas. El doble bagaje suele ir de la misma mano. Tanto tú como yo quisiéramos, ingenuamente, que la vida solo tuviera un rostro amable, limpio, risueño. Cuando no lo tiene sufrimos. ¿Durará esa actitud?, solemos preguntarnos tú y yo. Entonces, ante la duda y la sangre que corre, tú te vas y yo me recluyo. ¿Somos cobardes o demasiado sensibles, corneja? Nunca nos vamos del todo, solo esperamos. Al narrarme la historia más reciente de tu ciudad no me relatas nada que no haya ocurrido en siglos pasados. Ni haces inventario de lo que no haya acontecido en otros territorios. Las culturas no están tan alejadas unas de otras cuando la naturaleza las dibuja con caracteres y signos semejantes. Pero hoy, ojalá que por mucho tiempo, el Miljacka es un espejo de esperanzas. ¿Sabrá seguir siéndolo? ¿O su cauce contenido y murado es una metáfora de la sociedad que se codea y se soporta, acaso con pertinaz desconfianza, en ambas riberas? Tú, cronista de la vida y de la muerte de la ciudad, abres un pasillo donde los ojos de los ancianos que sobrevivieron se humedecen. Recorre conmigo las orillas del entendimiento.
(Fotografía de Inés González)
Sé de la admiración de nuestra amiga Inés por los cuervos, de la que he participado en alguna de sus obras.
ResponderEliminarA tu íntima interlocución con la corneja sabes que sólo por respuesta hallarás el vuelo. El río, de aguas caer, también también admite una buena zambullida existencial.
Con la calma a orillas de un arroyo me conformo cuando acecha el ruido. Gracias.
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