"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 3 de diciembre de 2016

Rua de São Mamede




Ha sido un encuentro casual y, sin embargo, buscado a su vez. Quiero decir deseado, pero tengo comprobado que cuando algo se desea intensamente pasa a la instancia de lo que se busca de manera más palpable. No puedo asegurar ya que se logre. En la confluencia entre Rua da Saudade y São Mamede, yendo yo hasta un taller de artesanos que reparan muebles viejos de madera y otros trastos, me he dado de cara con ella. No pareció sorprenderse en extremo Antónia Cunhal, la escritora, que había sido vecina mía hace años. Desde antes de quedarse viuda no la había visto. Solo supe de la muerte de su esposo Rogério a la vuelta de mi último viaje. Así que me justifiqué y le di el pésame. Ya me había dicho tu hermano Flávio que estabas fuera del país, me dice Antónia. Ella y yo habíamos tenido una amistad, no exenta de turbulencias, en otro tiempo. Tal vez si nos hubiéramos limitado a ser amigos los encontronazos hubieran sido menos, pero ambos quisimos probar ese territorio en el que te creces con los lenguajes de la carne y te exiges con vínculos que te da miedo afrontar, y que de no funcionar arrasa lo que habías cultivado anteriormente. Ya era una vieja herida del pasado y ahora seguíamos hablándonos si no como el primer día al menos con el respeto que se fundamenta en haber vivido experiencias que se han sedimentado sobradamente en nuestra personalidad. De qué murió tu marido, le pregunté. De agobio, respondió. ¿De agobio?, y no pude evitar la extrañeza. Se agobiaba mucho, sí, y tanto agobio se volvió contra él. Le conociste poco, pero era su condición, aunque siempre decía que le agobiaba yo. Me sorprendió su confesión directa. Era como si retomase así una confianza que había flaqueado los últimos años, aunque quién sabe si ella no la hizo permanecer reprimida y oculta. No niego que en muchas ocasiones yo fuera dura y extremadamente severa con él, pero no era tanto mi actitud como la sensación creciente que él tenía de que no era comprendido, continuó relatando Antónia. La palabra puede ser tan torturadora y grave como cualquier otra manifestación. Y de hecho lo es, no en vano se trata de un tema recurrente en mis narraciones. Porque las palabras no duelen solamente por su uso pétreo, esa sensación de que se tiran contra los otros como disparos de honda. El verdadero dolor viene por el camino del engaño, incluido aquel que nos infligimos a nosotros mismos sistemáticamente. La palabra es un vector con el que el emisor busca ratificarse y sobre todo imponerse. ¿Ese es tu criterio?, le pregunté a mi amiga. Se suponía que las palabras deberían ser vehículos de entendimiento, de llegar unos humanos a otros, no en conducirnos al enfrentamiento. Por la cara que pone capta que voy de irónico. Como se quiera ver, dice. Nada es unidireccional en la vida, ni siquiera la palabra, por más que se obligue a que se matice en cualquier tipo de relación o negocio. Sí no siempre es afirmativo, aunque se haga énfasis en el tono. Un sí puede prolongar una situación anterior, demorarla, y hasta quitarse de en medio al interlocutor. De alguna manera se convierte en máscara ocultadora, falaz, Del sí afirmativo al sí condicional se va sin apenas percibirlo. Cada cual se da cuenta cuando los que han hablado se van cada uno por su lado.  ¿Quieres decir que el sí sonoro puede ser un no subrepticio, un lobo con piel de oveja?, intervengo. Más o menos, dice Antónia, y me clava la mirada. Por un momento me siento una presa acechada. Ella abunda en su discurso. Imagina entonces, dice con un destello de sus ojos, no sé si de mujer que domina el arte de la escritura o el afán receptivo y sagaz de su género, lo que puede suponer una acumulación ordenada de palabras, eso que llamamos sintaxis, el desarrollo de una argumentación, donde su perfección técnica puede ponerse al servicio de lo contrario de lo que se dice. Quedamos en silencio, brevemente. Debe ser terrible morir de agobio, digo de pronto, sin mayor intención. Sí, debe ser, responde. Me daban ganas de preguntarle algo así como: cuando le decías a Rogério que te agobiaba mucho, ¿estabas sugiriéndole que no le aguantabas más? Pero no lo dije. Sí, añadí escueto, tiene que serlo.





2 comentarios:

  1. ¿Se puede morir de agobio? Se puede, claro. A veces, de agobio de uno mismo.
    Qué bellos relatos -o relato continuado- estos.

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    1. Hay agobios inducidos, como los suicidios, como todo aquello que conduce a la destrucción.

      Gracias por leer, Pedro.

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