Sueño que mi madre y yo recogemos membrillos. Ella se los pone en el delantal y yo los llevo en un cesto. Por el camino a casa nos cruzamos con unos hombres de aspecto agotado y decrépito que salen de un edificio en construcción y les regalamos algunas piezas. Se ponen contentos y uno de ellos me dice con tono afable: no trabajes nunca a la intemperie. Como yo no le entiendo bien él me muestra su porte zarrapastroso e insiste: donde nosotros estamos no hay membrillos. Al abrir los ojos me sorprendo saboreando en mi boca una grata acidez y tengo la sensación de que las yemas de mis dedos se cubren todavía con la pelusilla de la textura amarillenta del fruto.
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