La vida pasa y se ve pasar. También puede alterarse la visión o mirar para otra parte o ver sólo determinadas perspectivas que apetecen ver. En cualquier caso, limitaciones imperdonables de la mirada. Hay quienes recurren a la excusa del agobio o al recurso del estrés o al miedo a lo que llaman fenómenos complicados o a la aprensión hacia la pluralidad de modos de pensar y de comportamientos que abundan fuera de sus cortas miras, para justificar la ausencia de mirada. Hay quienes llaman mirar a la caída del mentón sobre el ombligo o al reflejo especular. Hay quienes dicen que observan, sin precisar que apenas lo hacen sino sobre su cuenta corriente, su estatus o sus planes para el fin de semana. ¿Dónde, pues, la atención de los humanos sobre ese universo rico y pletórico de diversidad que ya envidiarían otros reinos de la naturaleza? Se me ocurre si no estarán más atentos los perros a las incidencias y los aconteceres que los humanos. De estos no se sabe si se centran o se dispersan. Únicamente cuando les van muy mal las cosas parecen coincidir en la necesidad de reaccionar por la supervivencia, aunque a veces, como se ve con frecuencia, cuando se quiere aprender a mirar ya es demasiado tarde.
(A la sombra de los plátanos de la Plaza de Viriato, en Zamora, los chuchos veían la vida pasar. Cuando llegó el humano con su cámara fotográfica cortaron la conversación, pero seguro que a su vez obtuvieron motivo para nuevas reflexiones. Que perdone Cervantes la pretensión de este Coloquio de nuevo cuño:
Cipión.- Mira, Berganza, este tipo y su invento que llega dispuesto a interrumpir nuestro coloquio.
Berganza.- Déjale, y haz como si no nos enteramos, que quien pierde el tiempo es él, pues no nos sacará palabra alguna que nos comprometa.
Cipión.- ¿Qué pretenderá con esa cosa negra colgada del cuello? ¿No dicen que los humanos no llevan ataduras como las que nos ponen a nosotros?
Berganza.- Eso se piensan ellos. Pero por lo que tengo oído a mi amo viven atados a tal cantidad de costumbres, modas y negocios varios que les traen a mal traer.
Cipión.- El mío anda renegando todo el día quejándose de que está atado por no sé qué cosas que llaman deudas y por otras zarandajas a las que nombran hipotecas.
Berganza.- Déjales, Cipión, con sus angustias y desventuras. Bastante desdicha tienen los pobres, que aun sabiendo las cadenas que les sujetan por todas partes no saben sino seguir pidiendo más.
Cipión.- Ah, ahora entiendo aquello que oí contar una vez a mi amo sobre unos hombres que gritaban ¡vivan las caenas!
Berganza.- Creo, mi buen amigo Cipión, que lo que les mata a los humanos es que además de no renunciar a lo que les perjudica encima no saben ni usar con propiedad las palabras)
Esta entrada me ha hecho sonreír desde esta república personal de mayoría canina. ....lo mejor aun permanece a mi vera.
ResponderEliminarTe recomiendo encarecidamente que leas Coloquio de los perros, de Cervantes. Una novela corta llena de enjundia, ironía y que nos proporciona placer. Hay una edición bellísima, ilustrada, en la editorial Nórdica.
EliminarMuy bien, amigo Fackel, el diálogo no tiene desperdicio. Deberíamos aprender de los chuchos: nosotros callados aunque nos vengan con aparatitos y luces de colores.
ResponderEliminarSalud
Francesc Cornadó
Lo mismo que a Emejota te digo. Para coloquio de calado el de los verdaderos Cipión y Berlanga en el libro del primer novelista moderno.
EliminarTodo diálogo es siempre una apertura a la sombra del otro.Ees hermoso percibir que las palabras no nos pertenecen; que tienen vida propia y pensamiento ajustado a otras identidades. En el regreso, un placer seguir tus pasos.
ResponderEliminarBien por lo de la apertura a la sombra del otro. Porque por mucho que queramos o nos sintamos semejantes no somos nunca el otro. Pero aproximarnos ya estaría bien. Esa aproximación que se echa tan en falta en la vida colectiva y no te digo la política de los españoles. Bienvenido al retorno, pero que éste no sea jamás monotonía, José Luis.
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