Al ver Palmira desde esta posición me embarga la misma sensación que tuve cuando contemplé Bagdad hace unos años, en vísperas de la primera de las guerras. La de la soledad. Pero una calma chicha no hace concesiones a una quietud auténtica y segura. Ya no hay ecos aquí de la reina Zenobia ni de su efímero imperio perecido por mano del romano Aureliano. Ni siquiera da la cara por la vieja ciudad el último gobierno desalojado. Ay si uno pudiera borrar lo que ocultan el palmeral y las ruinas. Un enfoque de la cámara puede esconder columnas de humo y polvaredas de ejércitos invasores avanzando a grito fanático. También la marcha precipitada de los pobladores de la urbe moderna y la desesperación de los soldados vencidos. ¿Lo viviría también Zenobia de manera análoga en aquel infausto año de su derrocamiento? ¿Sentiría la misma soledad que sienten ahora los esbeltos testigos de piedra? ¿No fue suficiente convertir en ruinas en una ocasión la ciudad antigua para que de nuevo se quiera cebar el destino en ella? El romántico y falso orientalismo de Occidente, que denunció y desmontó Edward Said, ¿qué mirada puede permitirnos en estos momentos cuando parte de lo que está sucediendo procede de aquellos lodos que generó el colonialismo europeo?
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La soledad de la piedra debe reconocerse a si misma antes de transformarse en multitud de partículas polvorientas, caídas en derrumbe para que el viento las disperse.
ResponderEliminarSi la herida de la sangre que corre entre humanos en Siria ya era poca llega la herida del maltrato que puede sufrir la Palmira de Zenobia. Teniendo en cuenta los antecedentes del EI en Irak, destruyendo monumentos de culturas y civilizaciones mesopotámicas uno ya teme todo.
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