Tarde amena con el escultor Nikóstratos, del que he aprendido. Hago las estatuas como si fueran a ser eternas, me dice con tono humilde. Pero en cuanto salen de mis manos sé que no van a durar siempre. A veces, incluso menos tiempo del previsto. Cuántas obras no habrán ido al fondo del océano. Cuántas no habrán sido derribadas de sus pedestales. Cuántas no formarán parte de los cimientos o los muros de una nueva ciudad. No soy ningún demiurgo, aunque a veces crea que pertenezco a la majestad del Olimpo antes que a la república de los hombres. Apenas soy un intermediario entre la materia y el fin que pretenden de ellas los que las encargan. Me gusta hacerlas bien, para lo cual necesito antes que nada sentirme estatua. Y que ellas sean consecuencia de cómo las pienso. Porque una escultura solo es la prolongación de una idea primigenia. Cómo concibo a un dios, cómo pienso a un hombre, cómo imagino la escena de un relieve. No, no descubro nada. Antes que yo ha habido muchos artesanos de la talla en otras regiones y en otros imperios. ¿Desde cuándo viene tallándose por la mano del hombre? No lo sé, pero las otras esculturas que he visto y han precedido a las nuestras, nombrando a diosas que nosotros desconocemos, representando emperadores de los que no hemos oído hablar, exhibiendo un porte que nos resulta ahora bárbaro pero que tiene suma magnificencia, abrieron el camino. Yo solo lo continuo. Las esculturas se deben a mí, pero yo me debo a ellas. En cada labor de esculpido hay una llamada nueva, que modifica a su vez el símbolo. Una textura de la piedra más ligera, una alteración de los rasgos de la dura geometría, un equilibrio diferente de las proporciones, un juego de armonías que rompa lo usual. A veces pienso, amigo, que las sonrisas de los rostros podrían modificarse y hacer que transmitan también los gestos de la oscuridad del hombre. Acaso algún día me atreva y dé el paso. Aunque los comerciantes y los administradores del ágora y de los templos dejen de solicitarme encargos.
Safo, este hombre sabe perfectamente de qué habla. Las diosas y los efebos que han salido de su cincel han mantenido todos estos años una comunión muy intensa con él. Acaso le han transmitido sus deseos ocultos.
(Fotografía de Mimmo Jodice)
los secretos, la oscuridad, el alma humana parece desaparecer en el mármol, que frío y lapidario, esconde la esencia del personaje y nos muestra rasgos, sonrisas, posturas, majestuosidad que tal vez, solo tal vez, solo hayan sido la idea primigenia del escultor
ResponderEliminarmuchas veces quisiera apartar mi gusto por la destreza del escultor, de la cultura de la idolatría que no es para nada buena
un abrazo
Ya sabes que la cultura de la idolatría empieza en uno mismo. Hoy día, las estatuas no cumplen apenas función alguna. Hace mucho que fueron relegadas al olvido o a los museos como mera huella del pasado. Y no todas ellas significaron ser ídolos. Los ídola de este tiempo nuestro son más sutiles, más socializados, se acercan más a nosotros con rostros siniestros a los que adoramos (in god we trust, por ejemplo)
EliminarUn abrazo, Omar.