"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 20 de febrero de 2014

Obscura memoria, 6.




















Cuando salí del sueño mi cuerpo estaba húmedo. El cuarto olía aún a sudor. Poco a poco los aromas del campo iban desplazado las ensoñaciones. Las ventanas, abiertas de par en par, no sé por qué mano. Se batían los cuarterones. Rumor de las persianas. Se agitaba todavía mi torso, inquieto y perfumado por una esencia ajena. Olía a otro cuerpo. Un escalofrío persistente hizo que me sintiera huérfano. Algo que había poseído aquella noche y ahora no tenía. Sentía la carencia como una sequedad. Contracción de la piel. Los músculos perdían veloces el abigarramiento. Es lo que tiene verse desprovisto tras un sueño enriquecedor y placentero. No obstante, allí había huellas que revelaban una presencia palpable durante las horas anteriores. El recuerdo de la advenediza se disipaba pero las reacciones de mi cuerpo eran clamor. El lecho mostraba oquedades, no exclusivamente mías. No olía solo a almizcle. Los restos dispersos de vello adquirían pigmentaciones diferentes y dibujaban espirales cuya procedencia no era única. Mis dedos extraviados trenzaban los pliegues de las sábanas. Bajo mi cuerpo era la frialdad que avanzaba. El espacio vacío, incandescencia. Escruté los rincones y la superficie toda de la habitación. ¿Estaría ella oculta aún por allí? La invisible podía estar a mi lado y yo no percibirlo. Pausadamente una cierta calidez iba cubriendo mi confusión. El aire se detenía. La luz paralizaba su proyección. Luego aquella voz queda: ¿listo para continuar, aunque no me veas?, me decía. Enmudecimiento. Y una obscura y febril disposición se apoderaba de mí y de mi vacío.  



(Fotografía de Toni Catany)


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