"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 14 de noviembre de 2013

Los jirones
















...sentir la extrañeza de la falta, horrorizarme con la última mirada sobre una mano que en su expansión se desgajaba, soltándose unos dedos de otros dedos, los dedos todos de la palma, los músculos encogiéndose hasta disolverse, toda ella, la mano que había sido, carcomida por aquellos insectos imprecisos, yo la sacudía con insistencia y al caer aquella turbulencia oscura se generaba un gran agujero que iba dejando tras de sí la superficie nueva de una transparencia, fue el movimiento agitado de la mano o la mordedura que la había vaciado del todo por lo que donde antes estaba mi mano cómplice solo había orfandad, y al otro lado la diafanidad más absoluta me permitía ver el suelo, la tierra, el agua, mis pies, cualquier materia que me hacía sostenible pero ahora menos entero, y hasta desaparecer los últimos jirones de mi piel no cesó mi asombro, verdad es que a la par quedaba amortiguado todo picor, y las molestias remitían, y el dolor se reducía a la mínima expresión física para dejarlo solo en el miedo a la carencia, y empezó a dolerme todo de otra manera, dolor por sentirme desprovisto, aquella mano que tanto percibió, que buscaba las raíces de las plantas para procurar el alimento, que sujetaba una pluma y escribía al dictado de los significados de la vida que habían ido calando en mí, aquellos dedos que tamborilearon sobre pieles cálidas cuyos sonidos polifónicos interpretaban al amor, aquel apoyo sobre el que depositaba mi mentón para descansar de los pensamientos onerosos, y tal vez en ese intercambio de dolores tuve que elegir, dolor por dolor era mucho más agudo el del recuerdo, y una voz cuya procedencia no ubicaba me dijo: la nada no ocupa lugar: si no hay lugar no hay sensaciones, pero como me sintiera tentado a replicar percibí que el gesto de una mano invisible me tapaba la boca y ahogaba mi queja, y fue aquella mano sentida pero no ostensible la que advirtió mi confusión y me recomendó: supera cuanto recuerdes, no eres ingrato por olvidar todo lo que te concedió aquella mano, y dijo más: aún tienes otra, enséñale el camino, y entonces pensé que, en efecto, había que aprender de la carencia, aunque ésta no devuelva el tiempo y mucho menos lo experimentado...





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