Al echarle en falta, llamaron a la puerta de su habitación. Como no contestaba, la abrieron. Pronunciaron su nombre varias veces. Cada uno de los que entraron dijo su nombre, con mayor o menor énfasis, con firmeza o con suavidad. Al no tener respuesta, los intrusos atravesaron la oscuridad, sortearon el miasma que se expandía por el cuarto y levantaron la persiana. Volvieron a llamarle por su nombre. No conseguían que el yacente reaccionara y lo zarandearon. Temieron lo peor, mientras se miraban unos a otros sin saber muy bien qué hacer, entre la intriga y el susto. S. K., el inquilino del sótano, que tenía una intensa experiencia por lo que había visto en el frente de guerra, arriesgó la opinión de que no estaba muerto. Eso tranquilizó al resto, pero no resolvió la situación. Abrieron la ventana de par en par para que el aire disolviera los humores y en la esperanza de que sirviera para despertar al yacente. M., que había trabajado en un hospital, se acercó a la cabecera de la cama, puso la mano en la frente del hombre y tocó con sus dedos las sienes y el cuello. Está caliente, dijo a los demás. Y, aunque no tenía certeza, aseveró: no hay duda de que respira. Al moverle la cabeza advirtió unas manchas de sangre en la almohada. Se mezclaban con sudor, con el mismo chorreo que se deslizaba por la nuca del hombre. E., el más joven y asustadizo de los tres, propuso dar la vuelta al cuerpo. Al despojarle de la sábana vieron que se hallaba desnudo totalmente. Tenía contraídas las manos, y daba la impresión de que las uñas se clavaban en su propia carne. Los pies estaban tensos y en su planta aparecían unos arañazos entrecruzados y sangrantes. El hombre era extremadamente velludo y el sudor producía una especie de brillo a lo largo de su torso, que les recordaba a los tres las superficies escamosas de los peces que pescaban en el río cuando se les conserva en la alacena durante varios días. Nadie estaba seguro de que el hombre viviera. Ni siquiera de si se trataba de una catalepsia. Cuando M. decidió que lo mejor era llamar a un médico o a la autoridad de la provincia, y le fue a cubrir con la sábana de nuevo, escucharon una voz tenue. Oyeron decir al ser que se ocultaba tras aquella masa inerte: dejad que salte, no tengo nada que perder.
(Fotografía de Martin Stranka)
(Fotografía de Martin Stranka)
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