"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 19 de abril de 2010

Cruce


Aquella tarde él esperaba delante de la puerta principal de unos grandes almacenes (se dice así, ¿no?) Una hora de transcurso de viandantes agitados, bien para tomar alguno de los autobuses que paran allí, o para entrar en el comercio, o ya para llegar a sus casas. Entonces, a corta pero discreta distancia, pasó aquel hombre, prácticamente olvidado. Treinta y tantos años más viejo. De hombros anchos, torso encogido, mirada tan turbia como cuando él lo conoció, cabeza de movimientos bruscos, andares abandonados, como si expulsara cada pierna en sentido opuesto. Prácticamente no había cambiado; por descontado que arrugas y lasitud consiguientes aparte. El hombre que espera ante unos almacenes ha olvidado los rostros de infinidad de individuos. Muchos pasan a su lado y ya no los ubica. Por un instante dudó. Tiene últimamente la impresión de que cierta gente de cierto tiempo se ha muerto toda. Creía que este personaje también. Es por eso que cuando ve a alguno ya lejano en su memoria no está seguro y tiene que racionalizar el recuerdo. De este tipo lo tuvo claro inmediatamente, tras la primera vacilación. Pero no sólo porque lo reconociera en cada facción o gesto de otro tiempo, sino porque el otro también lo miró a él. Fue una mirada directa. Fue una mirada de enganche, se reconocían. Fue una mirada de tanteo. Fue una mirada de complicidad manifiestamente precavida en ambos. Fue un mirarse como quien echa un pulso, a ver quién cede primero. Parece mentira que después de tantos años, y cuando la relación causa a efecto entre dos personas no existe, ambos se observaran con una mirada difícil de interpretar a primera vista. Probablemente el otro estuviera también sorprendido de cruzarse con el que esperaba delante de la puerta principal de unos célebres grandes almacenes. Probablemente el otro pensara que el hombre que esperaba también estaba muerto. Probablemente pensara que tiene una memoria que suele decirse de elefante, no sé por qué, y quién sabe. Quién sabe si también el otro recordó el nombre del que esperaba delante del comercio. Éste recordó de inmediato los dos apellidos de aquél, del hombre que pasaba encogido, trazando con la cabeza los puntos cardinales, separando los pasos lateralmente. Recordó muchas cosas más. Cosas que ya no le da en pensar habitualmente. No en vano su máxima es: acordarse de lo que fue beneficioso, olvidar lo lamentable. Pero en esa partícula de circunstancia en que dos hombres se cruzan puede haber algo más que caer en la cuenta de que se conocen. Puede que por una micra de tejido temporal ambos se hayan visto retrotraídos a una espiral de acontecimientos lejanos. Que se hayan ubicado fugazmente en la posición desigual e incómoda (obviamente trataba de ocultar que también violenta, pero no lo logro) que les hizo conocerse hace tantos años. El hombre que esperaba ante la puerta del macroalmacén no ha sentido nada por el otro. Ni una pizca de desprecio. Lo ha visto viejo y ni siquiera ha pensado qué viejo estás. El recuerdo de aquel otro cruce antiguo en sus vidas le aparece ahora en un sepia descolorido, arrugado, roído. La imagen de la detención y los interrogatorios al que le sometió el otro desde su posición prepotente en la brigada político-social la tenía prácticamente desvirtuada. Como un pésimo sueño, casi relegado al olvido. Por cierto, el pulso de la mirada entre los dos hombres que se han cruzado a la puerta de unos grandes etc., la ha ganado el hombre que esperaba ante la puerta de unos grandes etc. Estéril premio de consolación.


(La fotografía es de William Klein)

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