"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 10 de octubre de 2009

El alma y la araña



Tomo mi café en la terraza habitual. Aún hace un clima soportable. Cierto relente acaricia mi cuello. Tengo que subirme la cremallera del parka que llevo puesto para la hipotética lluvia que no llega, con objeto de que no me afecte a la garganta la brisa afinada. El sol es alterno. No calienta demasiado pero cuando las nubes se imponen son una traición. Junto a la taza avanza una araña minúscula. Es modesta, tan insignificante que me conmueve. Como si estuviera perdida se desplaza ágilmente hacia mi. O eso me parece pretenciosamente. Los humanos no sabemos interpretar objetivamente los acontecimientos externos si no nos tomamos a nosotros mismos como referencia inefable. Dejo a un lado el libro de lectura y me incorporo sobre la mesa. Quiero ver al artrópodo de cerca. Uno, la siento próxima, no tanto en el espacio que compartimos, salvando distancias de volumen, sino como un ser. ¿Y si fuera mi alma perdida que retorna a mi? Me lo pregunto mientras establezco asociación de ideas con el poema del post anterior. Dos, no me resulta nada antipática, y no entiendo cómo pueden espantar las arañas a tanta gente. Debe ser por una equívoca mala fama cultivada en exceso por películas donde estos animales se crecen hasta devorar a los humanos (pobres de ellas) Curiosamente, si la antipatía es una característica que concito más contra otros humanos, no me sucede los mismo con los arácnidos. Tres, me apetecería un diálogo con ella, por si se tratase de la reencarnación de alguna de mis vidas anteriores (esto lo veo más como ficción lúdica que como fe) No, miento. Me apetecería saber de su mundo, y no sólo limitarme a traer al mío la metáfora de la telaraña que nos envuelve, etc. Cuatro, me intriga saber a dónde se dirige. Seguramente yo soy un accidente para ella y ella no desea saber nada de mi. Debe tratarse de un encuentro fugaz y simplemente se limita a ignorarme. Pero me regodeo en la idea de que ha bajado desde la rama del árbol que hay junto a mi mesa, para sentirme. Acaso el calor de mi cuerpo le haya atraído. Esa ocurrencia mía me sonroja. Cinco, sin embargo, miro con expectación su curso. Al ir aproximándose al borde de la mesa me preocupo. Tengo la tentación de pararla, de ayudarla para que no se caiga. En mi estúpida actitud protectora me olvido de la clase de especie que es. De cómo su naturaleza está pertrechada para lo que yo no lo estaría en circunstancia similar e imprevista. Seis, sin detenerse, se aboca al abismo. Ingenuamente espero una caída rápida e invisible. Pero su caída no es tal. Se desplaza ágil e imparable a lo largo de una vertical translúcida que mis ojos no perciben, sin desviarse una micra en su trayectoria. No cae. Desciende con suavidad, dulcemente. El hilo está ahí, como una respuesta a su necesidad. Como un recurso adecuado a sí misma. Siete, una vez más me pasmo. No es nuevo, ya lo sabía, pero no es una visión cotidiana, y desde su insignificancia aparente me sumerjo en una perdida reflexión. Soy un tonto. Ocho, no ceso de preguntarme. ¿Buscaba un interlocutor accidental para un tiempo y un espacio accidentales? Nueve, me respondo fugaz y caótico: la araña ha sido la excusa para hablar conmigo mismo. Entonces me concentro en un párrafo del libro que exploro, y leo lo siguiente para mi perplejidad:


“El hombre es el único animal que se acompaña. Y muy probablemente sea saber acompañarse todo cuanto de fundamental puede alcanzar a saber el hombre. En todo caso, lo seguro es que sin este saber cualquier otro saber de nada vale. Hasta donde alcanza la vista, es posible singularizar en el espacio y en el tiempo mil y una variantes culturales tanto en las formas de darse compañía como en los medios de exhortación a comportarse correctamente y conducirse de modo adecuado. En el suelo más remoto de nuestra tradición, el conócete a ti mismo délfico, la voz del demonio socrático o el platónico diálogo del alma consigo misma, señalan de modo inequívoco la preeminencia concedida a este saber. Y aun hoy y a pesar de cuantas banalizaciones lo amenazan, nuestro cotidiano cara a carga con el espejo sigue siendo un momento señaladamente grave y elocuente.

En el diálogo de cada cual consigo mismo, el interlocutor ha recibido a lo largo de la historia nombres bien diversos. Se le ha llamado alma, conciencia, sujeto, yo, uno mismo y tantos otros nombres siempre excesivos, siempre insuficientes también en su intento mismo por determinar ese otro polo de nuestro tuteo íntimo, esa inasible compañía que tanto nos habla sin voz como escucha -siente, asiente, disiente- y calla. No aspires alma mía, a una vida inmortal / empero agota los recursos factibles, escribió Píndaro en tiempos arcaicos, con unas palabras que han llegado sin embargo cargadas de sentido hasta nuestros días.”


Este texto está tomado del prefacio al libro titulado “Pequeñas doctrinas de la soledad”, escrito por el catedrático de filosofía de Barcelona Miguel Morey, y sobre el cual no tengo más noticia todavía. Pero sólo por esos párrafos y otros sucesivos, la lectura bien vale el esfuerzo.

4 comentarios:

  1. Los indios norteamericanos creían que la Araña tejió el primer alfabeto primordial, al igual que había tejido el primer sueño del mundo que se había manifestado. Lleva en sí misma el acto de la creación, a punto siempre de ser desplegado. Es su recurso, como dices. Tal vez el nuestro sea interpretar estos símbolos diarios para acompañarnos y, en última instancia, encontrar(nos) un sentido.

    ¡crea, crea! acaso decía tu alma personificada en la humilde arañita...

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  2. Nada que añadir a tu comentario, Rat. Muy esclarecedor. Símbolos de transformación, tal vez, que decía Jung.

    Gracias por el estímulo respecto a la metáfora de la araña.

    Un abrazo.

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  3. Leí el libro, y bien que vale el esfuerzo, Fackel, búscalo...

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  4. Con tu respaldo firme, Stalker, no dudes de que me pongo manos a la obra. El libro ya lo tengo, lo que debo hallar es mi capacidad de esfuerzo.

    Un abrazo.

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