Toda Venus terrestre nace como la primera del cielo. Un misterioso parto desde el infinito "ponto".
Friedrich Schiller
Era el ocaso de un día más. Un día no suponía nada en lo intemporal. Aquel acontecer de cielos y agua y costas no había sido medido jamás por los dioses. Su estructura no estaba predestinada, como todo lo que responde al capricho del azar y del pulso entre fuerzas complementarias cuando no adversas. Nadie esperaba que en medio de aquel piélago desconocido y bravío se produjera una revelación. Por qué fue elegida la caída avanzada de la tarde para aquel surgimiento insospechado es un misterio. Acaso porque todo el empuje aparente y toda la pujanza visible cede a la oscuridad, aunque ésta retome más tarde el testigo de un relevo furibundo. Los demiurgos no saben explicar todos los efectos que desencadenan con sus actitudes. Los vientos se detuvieron en un momento imprevisto y el oleaje se tornó calmo. Sin la fuerza del sol, disolviéndose éste ya en el poniente, el océano parecía encogerse. Sus profundidades mermaron y la irregular superficie, de ordinario encrespada y corrosiva, se trocó espumosa y dúctil. Tal vez el tiempo se paralizó o fue una advertencia. Pero ante los ojos vidriosos y ya casi resignados del náufrago, la Anadiómena emergió desde el fondo. Ese abismo inescrutable donde se pierden todos los náufragos. Pero ella se mostró. Extendiendo sus brazos como si dimensionara el universo. Alzando su busto pletórico. Desparramando sus cabellos húmedos. Anadiómena le miró fijamente, siguió exultante su ascenso y alargó una de sus manos hacia el zozobrante humano salpicándole con el bálago de la corteza marina. ¿Fue al rescate de su efímera condición?
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