Dicen que ha sido un accidente. El hombre yace en el asfalto. La sangre corre por su cuerpo. Algunos transeúntes hacen (o simulan que hacen) la intención de ayudarle. Pero las normas no lo permiten. El tráfico es intenso. En torno al moribundo se congregan curiosos (así lo mencionarán mañana los periódicos) Nadie se mueve. El hombre tiene espasmos. Los teléfonos móviles duermen en los bolsillos de los paseantes (están para momentos como estos, para cuando se necesitan, opina cada quisqui) Alguien habrá llamado a los servicios de emergencia, se da por supuesto. La ciudad es así. Compleja, pero ordenada. Todo está previsto. Sin atropellos la urbe no tendría entidad. Sólo el suceso la eleva en su categoría de metrópoli de la apariencia. Cuantos más accidentes, mayor expresión de vida, se opina. Además, eso pone a prueba la capacidad de reacción de los propios medios cívicos. Mientras, al hombre le corren hilillos de sangre limpia por la mano. Una mano que no mueve. La sangre sale de alguna parte de su cuerpo. Un cuerpo que no mueve. Tal vez de varias zonas de su cuerpo (alguien observa la ropa empapada asquerosamente) Lo peor es la sangre oculta, dice con criterio muy técnico uno de los que contemplan la escena. Es probable que las palabras del círculo de gente lleguen hasta el pobre hombre. Debe ser un ejercicio de consolación aséptico para la multitud. La ciudad funciona de primera. Todos esperan a los servicios de atención urgente. Nadie debe tocar al herido, puede ser peor, comenta alguien del público. La víctima no emite palabra alguna ni quejido ni siquiera un ay. Menos mal que el pobre está tranquilo, se le ocurre a un tipo de la segunda fila. El espectáculo empieza a aburrir a los presentes. Dónde los servicios, dónde la ambulancia, dónde la policía. Es un clamor insolente. Exigente. Pero nadie se mueve por aliviar al hombre que sangra. La normativa no lo permite. Prescripción gubernativa, recuerda algún ciudadano sesudo. El público comienza a desfilar, decepcionado. Seguro que no es nada, barbotean frustrados. El lugar se va despejando. Y ni siquiera llega la televisión, no hay derecho, claman los más inquietos. El hombre sigue ahí, tirado, retorcido. Los coches lo esquivan como pueden. Eh, borracho, grita alguno de los conductores. Un niño le hace burla desde la ventanilla de un automóvil. Esto debe ser una parábola, piensa el agónico atravesado en la calzada. Alguien de los últimos en abandonar la escena oye que emite una carcajada ahogada. Y encima se ríe, le dice a su acompañante. Y es que el tráfico callejero está imposible.
sábado, 26 de septiembre de 2009
Cotidiano
Dicen que ha sido un accidente. El hombre yace en el asfalto. La sangre corre por su cuerpo. Algunos transeúntes hacen (o simulan que hacen) la intención de ayudarle. Pero las normas no lo permiten. El tráfico es intenso. En torno al moribundo se congregan curiosos (así lo mencionarán mañana los periódicos) Nadie se mueve. El hombre tiene espasmos. Los teléfonos móviles duermen en los bolsillos de los paseantes (están para momentos como estos, para cuando se necesitan, opina cada quisqui) Alguien habrá llamado a los servicios de emergencia, se da por supuesto. La ciudad es así. Compleja, pero ordenada. Todo está previsto. Sin atropellos la urbe no tendría entidad. Sólo el suceso la eleva en su categoría de metrópoli de la apariencia. Cuantos más accidentes, mayor expresión de vida, se opina. Además, eso pone a prueba la capacidad de reacción de los propios medios cívicos. Mientras, al hombre le corren hilillos de sangre limpia por la mano. Una mano que no mueve. La sangre sale de alguna parte de su cuerpo. Un cuerpo que no mueve. Tal vez de varias zonas de su cuerpo (alguien observa la ropa empapada asquerosamente) Lo peor es la sangre oculta, dice con criterio muy técnico uno de los que contemplan la escena. Es probable que las palabras del círculo de gente lleguen hasta el pobre hombre. Debe ser un ejercicio de consolación aséptico para la multitud. La ciudad funciona de primera. Todos esperan a los servicios de atención urgente. Nadie debe tocar al herido, puede ser peor, comenta alguien del público. La víctima no emite palabra alguna ni quejido ni siquiera un ay. Menos mal que el pobre está tranquilo, se le ocurre a un tipo de la segunda fila. El espectáculo empieza a aburrir a los presentes. Dónde los servicios, dónde la ambulancia, dónde la policía. Es un clamor insolente. Exigente. Pero nadie se mueve por aliviar al hombre que sangra. La normativa no lo permite. Prescripción gubernativa, recuerda algún ciudadano sesudo. El público comienza a desfilar, decepcionado. Seguro que no es nada, barbotean frustrados. El lugar se va despejando. Y ni siquiera llega la televisión, no hay derecho, claman los más inquietos. El hombre sigue ahí, tirado, retorcido. Los coches lo esquivan como pueden. Eh, borracho, grita alguno de los conductores. Un niño le hace burla desde la ventanilla de un automóvil. Esto debe ser una parábola, piensa el agónico atravesado en la calzada. Alguien de los últimos en abandonar la escena oye que emite una carcajada ahogada. Y encima se ríe, le dice a su acompañante. Y es que el tráfico callejero está imposible.
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Compañero, nos tenemos un poco abandonados.
ResponderEliminarPor mi parte, veo que sigues en forma, como siempre...
abrazos
¡Por Hermes Trimegisto!, Stalker. No digas eso. De abandono, nada. Uno escucha, uno ve, uno medita. No siempre hay que decir, no siempre hay que callar.
ResponderEliminarY no sé si sigo en forma, o más bien deformado...
Como decía el Kybalion: A veces los labios deben permanecer en reposo, salvo para el oído capaz de comprender.
Salud y estética regeneradora, hermano.