Esto es muy extraño. Empiezo a sentir pasión nuevamente por las ventanas, por muy empobrecidas o destartaladas que estén. Sospecho que también por las puertas, por las oquedades y por cualquier agujero abierto en un muro. Viene de lejos mi pasión por cualquier clase de intersticio abierto que rompa los espacios cerrados. Aquellos que tratan de acotar la expansión de los individuos. Una vez, en mi infancia, jugando al balón en la escuela con un grupo de chicos alguien lo lanzó demasiado fuerte y fue a parar al patio de una casa próxima. Ésta tenía un portalón de acceso a carros, cuya dimensión era enorme y el maderamen era sumamente macizo. No obstante, tenía un pequeño defecto. En la parte inferior, había una pequeña rotura y no se acoplaba bien al cierre. Salvo un gato, nadie hubiera podido entrar por allí. Pero la necesidad estimula la imaginación e incentiva el fin. Todos los chicos miraron hacia el más pequeño, que era yo. Entre ellos forzaron con sus cuerpos el boquete. Yo me deslicé rasgándome la camisa, arañándome algo la piel, pero penetré en el patio, rescaté el balón y volví a salir en una acción cooperadora de toda la tribu. No sé si me entusiasmó más rescatar el balón, afirmarme en mi propia hazaña arriesgada o percibir la camaradería. Desde entonces tengo un aprecio especial por todas aquellas aberturas que van desde una roca o una vivienda hasta el cerebro humano pasando por los espacios que la anatomía ha dotado en nuestros cuerpos. Nada hay cerrado absolutamente. Y quienes pretenden clausurar ideas, limitar vidas o repugnar la belleza de los cuerpos no tienen mucho que hacer. Siempre se abrirá una ventana que proyectará más nuestra visión interior.
sábado, 1 de agosto de 2009
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