A Francisco Aranguren.
Hay momentos en que el recuerdo de las figuras se borra. Como desaparecen o transmutan los acontecimientos. A veces haciéndonos dudar de si existieron o sospechando si jamás tuvieron lugar. Nos aferramos entonces a los nombres. A ciertas marcas sobre la piedra, a una estatua, a una fachada, al eco de una voz que nos ronda cuando caminamos por ciertas calles, a una chapa, a una nomenclatura. Entonces cualquiera de estas apariciones obra como revulsivo. Y se nos prende la memoria. Aquello que fue...eso que vimos...las palabras de los vecinos que escuchamos...los recorridos de ida y vuelta con la nieve y el barro por la pantorrilla...Y un estremecimiento. Nadie queda de aquel tiempo. Apenas nada queda igual en su representación física. Otros moradores, advenedizos o no, y sólo los últimos desahuciados -a punto- de la vida. Ni siquiera las calles huelen igual. Ni siquiera el suelo es el mismo suelo. Ni siquiera nosotros somos nosotros, los que recordamos. Hoy volvemos, de paso, apenas para renombrar. Las ciudades van perdiendo también sus nombres.
Querido amigo: estuve en esa esquina hace unos días y me sucedió lo que dices. Miré el balcón donde de niño me asomaba para ver pasar la gente, en mis horas muertas de niño sin padres. Miré el portal donde estaba el ultramarinos. Queda el Restaurante Amóstegui. La tienda de Lanas. La de electrodomésticos de la esquina. El bar Noé (reformado). Queda la panadería (aunque iba acompañado y no pude comprarme el bollo suizo de mi infancia). Todo esto queda, pero no queda nada. Ese día nació un futuro para mí en Pamplona (hasta ahora todo parecía pasado). Como el dolor de encontrarse con una antigua novia, ya se me va pasando este dolor de la ciudad perdida de mi infancia. En el Noé entraré pero no será con mi madre, de su mano, a comer los fritos que tanto me gustaban. Hoy he quedado allí con una amiga nueva y nada más verla, se me ha ido esa nostalgia y ha comenzado un futuro para mí en Pamplona. Gracias por el envío y un abrazo.
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