No permitía que le impidieran la visión. Prefería equivocarse por sí mismo.
Siempre que le mostraban algún paisaje, él merodeaba a distancia para asegurarse de que el paisaje existía.
Aun cuando el paisaje fuera un paisaje probable, no se sentía propenso a mirar en su dirección. No se fiaba, temiendo que solamente se tratara de un trampantojo.
Lo que más le preocupaba era no saber mirar. De niño se subía a lo más alto y frondoso de una hermosa higuera. Acariciaba los frutos, cataba las brevas, reclinaba su espalda en las ramas más cómodas, frotaba la aterciopelada rugosidad de las hojas. Cuando alguien le llamaba abandonaba a todo correr el árbol. Tuvo que esperar unos cuantos años y a hacerse adulto para comprender el significado de la higuera.
Había mañanas en que, al despertar, no quería abrir los ojos. El sueño le sujetaba y volvía a tirar de él mostrándole otros rostros del mundo. Pero lo que realmente le aterrorizaba era encontrarse con el conocido y monótono paisaje de todas las jornadas.
En una de sus crisis decidió hacer meditación. Al dejar de contemplar lo exterior, se creía ausente de las acechanzas. Al desconectar de las obligaciones, presumía de la libertad. Al permanecer vacío su pensamiento, se veía puro. En su introspección, a la ausencia de colores la percibió como luz. Pero la luz, aunque ilumina las estancias huecas y alejadas de la mente, es tibia si no puede poner cromatismo en las vidas. Y no supo mirarse en la profundidad de sí mismo.
Cuando le recomendaban que no abriera los ojos para no tener que ver las tentaciones del mundo, él juntaba las palmas de la mano y se asomaba a través de las rejillas simuladas de los dedos.
Le pusieron una venda en los ojos para que no presenciara el acto fatal y el desenlace final, ni a quienes le iban a ejecutar. Vendado y maniatado, sus verdugos no pudieron impedir que viera con toda claridad y precisión su propia muerte.
Siempre odió que alguien llegara por detrás, le tapara los ojos y le preguntara ¿quién soy?. Para él se trataba de una rendición desigual y sin saber previamente del enemigo que graciosamente pretendía acercarse a sus trincheras.
Para él, mirar era comprobar. Había mirado tantas veces los objetos móviles e inmóviles...y otras tantas los objetos se desvanecían...
Los tiempos modernos alzaron el telón de las prohibiciones y creyó que el tan deseado momento de la claridad había llegado definitivamente. Ya nadie le ponía la mano delante de los ojos. Sólo tenía que sortear algunas bagatelas...tales como la publicidad, lo mediático, la exaltación de la moda, el control informático, los créditos hipotecarios, las promesas electorales y el reparto de influencias.
(Fotografía de Katia Chausheva)
Constato que el aforismo de Kraus que subraya el título del blog está en pleno vigor.
ResponderEliminarSortea, sortea...
Las maletas del anterior post vienen de lejos,llenas a rebosar. Es bueno abrirlas de vez en cuando.
Un beso, evidentemente.
Sí, Rat, el aforismo lema del blog sigue en vigor, en cuerpo y en espíritu. Fue un hallazgo descubrirlo entre lo escrito por Karl Kraus. Parecía hecho a mi medida, o a mi imagen y semejanza, que dirían otros.
ResponderEliminarDe las maletas, ¿qué decir? Yo las vi y las fotografié así. No me atreví a tocarlas. Llevaban tantos años cerradas y estuvieron tanto tiempo olvidadas...Acaso tengas razón y haya que abrirlas...¿y ventilarlas?
Gracias por tu seguimiento, evidentemente.