"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 24 de junio de 2009

La sombra de las letras



...era una sombra anónima de las letras, y quien le conociera diría que probablemente fuese él y que, aunque el lenguaje se manifestara oscuro y denso como su sombra, proyectaba no obstante, desde abismos donde nadie se había asomado jamás, el hombre atormentado que llevaba dentro, y esa penumbra enigmática no se afirmaba por el simple hecho de unos ejercicios de lectura que desvelaban sus horas de reposo, ni se mostraba en la ocasión tentadora de identificar ante los demás sus escritos, que él rechazaba por reflejo, sino que daba en sumergirse en la tradición más antigua, donde los nombres desaparecen, donde se ignora qué texto lo escribió quién, donde solamente se reconoce a los viejos recitadores, o bien ha perdurado la incierta transmisión que tenía lugar en los hogares, insólito espacio donde los relatos se habilitaban, donde los argumentos crecían según la imaginación o el deseo de quienes auspiciaban a que las historias llegasen un poco más lejos, y a él le parecía proceder de aquella tradición, nunca aclarada, nunca revelada, como si siempre se hubiera mantenido prendida aquella fragua de pasión de las letras invisibles, donde los golpes sobre el yunque repetían sonidos análogos y en ocasiones confusos, si bien el destello de la fricción de las palabras podía salpicar también con nuevas luces los oídos atentos, sobresaltar vigilancias enervadas, agitar desenlaces aplazados, revolver nombres y lugares, y en esa reelaboración donde no siempre el metal más duro es el que pervive, y donde la aleación más dúctil puede instalar un lenguaje nuevo, él molduraba los significados para extraer la sustancia, y tejía extrañas connivencias y tramas, para seguir agazapado al socaire de los elementos que trataban de condicionar su mente quimérica, de apaciguar su bestiario, de interceptar los pasos o impedir sus exploraciones más afanadas, y aquella sombra que se levantaba por las mañanas sin haber reposado lo suficiente, contemplaba ajeno su rostro desastrado, pulsaba contra el espejo su denso y podrido aliento al alcohol de las horas largas y borrosas, mientras sujetaba con una mano el ardor de la boca del estómago, mientras esgrimía un rictus de malestar que sólo deseaba ser curado con más veneno, y entonces, en aquella decadencia inconsciente, en aquella euforia donde flotaba sin controlar ya sus expresiones ni su argumentario, volvía a pensar en textos sinuosos, simplemente porque creía que su cerebro era depositario de las esencias de la tradición oral, y que no era preciso mayor depuración sino la que el eco de los días casuales aportaran a la andadura de los hombres...


(Fotografía de Dieter Appelt)

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