Al amanecer he subido al páramo. No encuentro a nadie de camino. Aún no se han iniciado las tareas del día. Alcanzo la cima y miro en todos los sentidos. Lo recorro y me paro. Giro lentamente sobre mis alpargatas. En cada posición me acaricia el aire, escaso, variable, contradictorio. Nada se mueve. Ni siquiera mi camisa. Contemplo un único horizonte. Todo está apaciguado, como si el mundo se abriera allí mismo y allí se terminara. El trazado de las sendas indica por dónde ir a un lugar o a otro. Pero desde aquí arriba, con ser la elevación más importante de la comarca, no se divisa ninguna aldea, ni se otean transhumantes, ni se advierten viajeros. La fragilidad está ausente. Si lo inmutable existe, se halla aquí. Los accidentes del terreno son suaves. Leves ondulaciones, algunas alfombras de brezo. Poco queda de ser arrasado por las energías milenarias. Y poco puede crecer ya. La exuberancia de la naturaleza pereció hace tiempo. A veces me parece que incluso sueño esto mismo que veo. Que madrugo, camino y miro las tierras. Que me dejo vencer por una insoportable pasividad. Y que después me levanto cansado, dispuesto a acostarme nuevamente, a postergar los trabajos. Como si la jornada hubiera ido para atrás en vez de avanzar. Si no fuera por esos ladridos lejanos de perros y por el rocío que humedece mis pies pensaría que no hay tal lugar. Que sigo en el sueño. Son las sensaciones las que me hablan. No me cabe duda de que es el mejor momento del día para ejercitar la vista. No sólo hacia la distancia exterior sino hacia la vertical. La que circula dentro de mi suscitando vibraciones, volviéndome espectante. Nada hiere. Es como si la claridad emanara desde lo más recóndito de mi cuerpo e invadiera el entorno. Cuando llevo un buen trecho andado me siento en alguno de los pedregales que abundan sobre la superficie del páramo. La luz tiene poca densidad. La caliza está agujereada por la erosión. Me agrada que aquí arriba no lleguen los hombres. Nada tienen que contarme a estas alturas los hombres. Nada quiero escuchar de ellos, esos seres que sólo saben relatar una y mil veces lo ya sabido. Que han renunciado a la imaginación, que claudican en su mediocridad, que no aspiran sino a dejar que las horas transcurran como una sentencia.
(Fotografía de Ralph Gibson)
La tierra, la Tierra, llaman sin voz.
ResponderEliminarNos tienden sus brazos, quieren consumar una unión que hemos olvidado con tantas banalidades...
Es bueno entregarse.
Feliz descanso.
¿Son los hombres quienes deben modificar su conquista de la Tierra? ¿Es la Tierra quien debe reconquistar a los hombres? ¿Qué pesa más? ¿El corazón de los hombres o el alma de la Tierra? ¿Quedan aún Hombres-Tierra? Y mientras, subir al páramo tiene razón (de ser)
ResponderEliminarGracias, Lagave por sugerir. Una meditación sin la Tierra no es posible.
Creo que los hombres deben cambiar su actitud hacia la tierra y la Tierra. Ellas son el soporte y el sustento, no hay nada sin ellas.Formamos parte de un conjunto y lo despreciamos. Estamos construyendo una gran torre de Babel que algún día caerá.
ResponderEliminarPor supuesto, pesa más el alma de la Tierra, y, afortunadamente, hay hombres ligados a ella.Tú mismo cuando te asientas firmemente en el páramo. Busca, que hallarás.
Buen descanso.