"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 2 de octubre de 2008

Renuncia (Monogatari, 1)



La arboleda de hayas asciende por las laderas de Okuma. El que desee acariciar los tonos carmesí de sus hojas debe acercarse con prudencia. La tentación de palpar la viveza de los colores que parecen expresar vida, pero que anuncian la decrepitud en ciernes, es arriesgada. Al iniciar la subida da la impresión de que los árboles están dispersos y que no abundan. Pero según se avanza en la escalada el suelo se vuelve más denso y se pierden las referencias exteriores. A un lado hay un corte del terreno bastante disimulado porque la misma arboleda hace de farallón y engaña al paseante novato. Así se perdió Takanawa, de la aldea de Kiwa, y jamás lo hallaron, destrozado seguramente en la caída y devorado tal vez en el fondo del abismo por las alimañas. Existen algunas sendas para adentrarse en lo recóndito del hayedo, si bien son estrechas y suelen quedar medio ocultas por el matorral bajo. Pero sólo las conocen los pastores y los ancianos más habituados a pasear, acostumbrados como están los más provectos a entrenarse para su final. Ni siquiera la gente de las aldeas de alrededor que buscan hongos y fresas salvajes saben distinguirles. El sotobosque eleva la belleza del paraje, pero impide ver el movimiento de los reptiles y las raíces que sobresalen por el exceso de humedad se convierten en un riesgo para caminar. Una vez conocí a una vieja venerable, dijo llamarse Suzuma, cuyo apariencia achacosa anunciaba su próxima desaparición, y que se había pasado veinte días y veinte noches en el monte, a la intemperie, esperando su muerte. Lejos de ser presa de ésta, su organismo reverdeció. No pudo aguantar por más tiempo la frialdad húmeda ni el hambre ni el aburrimiento ni la sensación de formar parte de un paisaje hermoso pero con el cual su falta de resignación no comulgaba. No se sentía ni roca, ni matorral, ni árbol, ni sonidos de la noche, ni rayos filtrados por el sol en el amanecer exuberante. Me dijo que la vida que tenía a sus espaldas era ya onerosa pero no lo suficiente como para darse por vencida. Que había algo que aún le reclamaba, y no sabía qué, para permanecer en el mundo de los vivos. Así que quebró la tradición y regresó a la aldea. En ésta sus familiares y vecinos ya estaban preparando los rituales y disponiendo la música y el cortejo que se iba a ejecutar en su memoria, por lo que todos se quedaron boquiabiertos cuando le vieron aparecer, andrajosa y sucia, pidiendo un plato de sopa y sake. Entonces me emocioné tanto que le dediqué una poesía que decía:

Anciana justa
no te arrepientas más,
tu lugar es éste.


(Eikoh Hosoe es el autor de la fotografía)



1 comentario:

  1. También destacas en la descripción, Fackel. Este relato me ha dado en la diana.

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