"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 11 de octubre de 2008

Narración (Monogatari, 8)



Yoko escuchó mi haiku y se quedó en silencio. Me miró a los ojos con un brillo que emanaba desde lo más hondo. No me requería, no me demandaba. Luego me pidió que le leyera algo. Colocó el candil cerca del libro y empecé a leer para ella uno de los cuentos. Yoko desprendía un aroma leve, nada empalagoso. Olía más a sí misma que a los perfumes que habitualmente se ponen las mujeres que reciben a los hombres de paso. No llevaba apenas maquillaje y su piel era tersa y su blancura natural. Su peinado no tenía apenas tratamiento porque su cabello se mostraba fresco, y le caía por la frente y por las sienes ágil y exuberante. Tampoco el vestido se ceñía sobre su cuerpo exageradamente. Era como si fuera consciente de que su juventud llevaba consigo la naturalidad más preservada y no necesitara aparentar nada. Sus manos mostraban unos dedos menudos. Las uñas estaban teñidas de una pigmentación almagre que proyectaban su forma ovalada. Al leerle los pasajes más intrigantes del cuento Yoko se arrimaba a mi costado y yo percibía su agitación. A veces emitía leves expresiones de sorpresa o de temor o de admiración, según le emocionara una u otra parte del relato. Tenía la voz frágil y emergía de ella una cadencia apacible y lenta. Era lo que yo menos hubiera esperado encontrar en un lugar así, y ese hecho me turbó. Uno se altera cuando los acontecimientos se muestran distintos o inesperados respecto a la idea que se ha hecho de ellos. Va por la vida con su acumulación de experiencias, sus ideas más o menos asimiladas, sabe incluso lo que va a encontrarse aproximadamente en cada lugar, y en la ocasión más imprevista todo resulta diferente. Entonces se maravilla del viaje y se enorgullece de sí mismo por aceptar lo nuevo que se muestra ante él. Yo leía para Yoko como si hubiera estado leyendo para ella toda la vida. Y ella era otra. Noté su aliento en mi cuello y la entrega que mostraba al relato me estimulaba. Puse todo el énfasis posible en adaptar las voces diversas de los personajes, distancié la del narrador, me tomé tiempo en las paradas, convoqué a los elementos naturales que me exigían ser tormenta o viento o aguas veloces río abajo; elevé la presencia de los dignatarios, azucé la cabalgata de jinetes o tremolé los estandartes de los imperios. Si una humilde mujer de aldea caía humillada a los pies del recaudador de impuestos, afilaba el tonillo de sus súplicas. Si un guerrero se hacía valer ante el injusto gobernador, erigiéndose en vengador, y reclamando el ejercicio de la piedad, mi inflexión adquiría gravedad. Si una joven enamorada requería no ser olvidada por el molinero que se incorporaba a la leva de un señor feudal, mi matiz se deslizaba hacia una fuga melancólica. Yoko estaba y no estaba a mi lado. Ni yo mismo sabía ya qué parte del cuento era tal cual o si lo estaba modificando. Al llegar al desenlace de la narración, de las palabras no quedaba ni el eco. Al fondo de la taberna, el resto de las mujeres y el dueño seguían con sus chismes y sus picardías, ignorándonos. Yoko acarició el lomo del libro lentamente. Sentí el roce de su mano lábil. Fui a decirle algo y ella selló ágilmente mis labios con sus dedos. Permanecimos callados. Un aura cálido cercó nuestra proximidad. Sólo musité...

Abandónate,
ábrete al silencio
y que te tome.


(Adjunto, pintura de Tsukioka Yoshithoshi)

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