Amanecimos enfebrecidos, pero calmos. Ni Yoko se ofreció ni yo la demandé. Nos elegimos sin pretenderlo. Fueron los cuentos, los haikus, el silencio flotante y la soledad de los dos lo que nos puso a uno en brazos del otro. Yo no la busqué, ella se olvidó de sí misma. Ella no vio en mi al cliente, yo la vi como una aparición. Fue ese no saber de nosotros mismos en aquella posada del amor lo que hizo que nos amáramos de verdad. ¿Nos sentimos esposos? ¿Había algo más puro que entregarnos sin ser esposos? ¿Acontecía algo más profundo que amarnos sin reglas, sin compromisos, sin la monotonía de los días agotados? Su juventud no era imprudencia para mi deseo reencarnado. Mi edad madura no suponía recato para su solicitud sincera. Yoko no habló en toda la noche. Yo no hablé ni siquiera en los intersticios de la penumbra. Al menos no hablamos por nosotros. Otros rengas, otros tankas, otros haikus hablaron por ella y por mi. Y una canción más profunda, cuya exhalación era recogida por nuestras caricias, se abrió paso entre las alturas y a través de las hondonadas de nuestros cuerpos. ¿Qué había que decir? ¿No está ya todo escrito? ¿No está todo ya cantado y transmitido oralmente de generación en generación? ¿Hay algo diferente hoy día sobre los antiguos y sempiternos temas del amor, de la envidia, de la guerra, de los sueños, de la esclavitud, de la posesión? Y, sin embargo, qué nuevo es todo cuando sientes que tú mismo escribes o recitas o cantas a la vida como si fueras el descubridor de sus orígenes. Te parece que el agua brota por primera vez de la fuente que encuentras en tu andadura. Te parece que los cielos se abren y las nubes desfilan a tu paso. Te parece que la oscuridad te permite ver y palpar y convertirte en sombra, a ti, que persigues tanto la luz. Llegaba hasta la estancia el aroma de los jazmines y en cada oleada de aire nos invadía la presencia cercana de los árboles de alcanfor que se despliegan a la entrada de Tanarai. Pero los amantes sólo reteníamos en nuestro olfato y en nuestra pasión el perfume de nuestra piel. Y ese olor nos tornaba volátiles, incisivos, inagotables. La gracilidad de Yoko se deslizaba ansiosa entre mi ritmo más pausado, más reservado. Pero el son del viajero que halla el amor en el lugar más inesperado de la tierra también se altera. Y la ferocidad más recóndita, la vieja marca de la furia que abre en canal la memoria perenne que el hombre lleva dentro de sí, sujeta las riendas de la hembra que le desea. Y se desboca en ella. Y ambos se vuelven exigentes. Y su inclemencia les arranca de la pasividad y de la costumbre, para arrojarles al paraíso creativo que un día ya lejano extraviaron. Entonces todo es convulsión. Y el temblor se apodera de los amantes que no se conocían. Y en esa agitación visceral, se desencadena el episodio catártico en que cada uno de ellos deja de ser el que es. Se produce el misterio de saberse que el uno le venía faltando al otro. Y una metamorfosis invisible les desgarra de su individualidad y les une al otro. Y de pronto, un relámpago les proyecta contra sí mismos, contra sus dimensiones, contra sus sueños. Y de repente, no se saben el uno del otro, o se saben demasiado. Y lo físico deja de ser dinámica para adquirir la gravedad de la materia única que compone la vida. Todo fue después lasitud. Cada uno carecía de sí mismo porque ya era el otro. Y el estremecimiento habló por nosotros...
Uno más uno
no suma en el amor,
ábaco ciego.
(El cuadro está pintado por Utamaro)
Yoko está. Yoko piensa que quiere ser alguien sin memoria mientras se rozan suavemente los pies descalzos sobre el tatami.
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