"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 8 de julio de 2008

Deserción


Se arrastraba fatigosamente, el suelo arañaba sus manos, partículas de guijarros incrustadas sobre una tierra áspera se hendían en su carne, a cada paso de una herida sucedía otro traspiés, otro lamento, en el curso de aquella travesía había hecho dejación de antiguas ilusiones, la renuncia al riesgo demacraba su efigie, la aceptación de la carencia afectiva deprimía su antigua lozanía, el pasado se mostraba como una pieza almidonada que dejaba una estela rígida en su memoria, no sabía si ascendía o se deslizaba cuesta abajo, no advertía los desniveles del terreno, no tenía conciencia del día ni de la noche, su cuerpo se adhería con dificultad pero con un extraño afán de supervivencia al plano que se fundía con ella, reptaba con tesón desesperado, a veces se erguía apuradamente y cuando creía estar erecta se desplomaba sin fuerza, sus contornos se habían diluido en una simbiosis con la materia que ahora le soportaba por inercia, la escasa flora se secaba al calor de su densidad ígnea, sentía el hielo del silencio sobre su espalda, su piel se teñía de ceniza, su volumen se desproveía de miradas, no hallaba punto de referencia donde descansar, en su desplazamiento era ignorada por la lluvia y por el viento, los insectos se ocultaban al percibir su sombra cada vez más inconsistente, las aves carroñeras desistían de su cerco, el sol se fugaba en otra dirección formando un túnel gélido que adquiría la forma sinuosa de su marcha, se arrastraba penosamente ignorada por los elementos más antiguos de la vida, se diría que habitaba el vacío más desconsolado, se diría que el accidente de la apatía moraba en ella, que el dolor de la desidia más acendrada carcomía sus carnes, que la inacción más total se había aposentado en su corazón, se arrastraba impulsada por una leve esperanza, hallar en medio del desierto la palanca que aupara su textura marchita, anhelaba un suspiro lejano, una voz extraviada, una visión que se apiadase de su desplome, cualquier signo que le consolara y justificase su peregrinación abrumada y sin sentido, y en su afán por perderse la tierra se iba abriendo y se desvanecía ante su tránsito, sin saber quién diluía a quién, mientras los sílex puntiagudos que emanaban a la superficie desde las civilizaciones del tiempo rasgaban sus tendones, cuarteaban sus extremidades, untaban en su sangre sus uñas lacerantes.



(Composición fotográfica de DGTLK)

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