"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 3 de abril de 2008

La muerte de su muerte


Con cada puñalada, a él se le desprendía un trozo de la carne. Al principio los músculos, ostentosos y fieros, se trenzaban para mostrarse al borde de su explosión. Después, las venas se le remarcaron formando con aquella hinchazón una seña de identidad estéril y patética. Más tarde, el cabello se iba escapando de su cráneo desgarrándose en mechones huérfanos. Los pectorales se descompusieron como un prisma cuyas caras transparentes ya no podrían observarse a ningún trasluz. Sus hombros perdieron la altivez y el efecto de percha. Su tronco fue agujereándose desmedidamente con la velocidad y la virulencia con que él mismo acometía a su víctima. Las manos dudaban en sujetar el largo cuchillo, a medida que se cuarteaban y perdían su envés. No vio ya el ombligo y eso le turbó. El vaho de su respiración extremadamente agitada dejó de elevarse. La saliva espumeante le bloqueó la garganta. Sintió una amputación dolorosa y desmedida en su pelvis, y ahí acabó de extraviar la palabra. No pudo mirar su pérdida infame, porque los ojos le caían hacia el abismo negro a través de las cavernas siniestras desde las que había contemplado antes con odio a su mujer. Un ay postrero le mató cuando mataba.



(Connie Imboden presta la fotografía)

2 comentarios:

  1. OK. El viejo hombre se destruye. Viva el nuevo.

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  2. Pues ojalá, anónimo, pues ojalá. Gracias y saludos.

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