(Indagaciones, XVII)
Pero de la euforia de los recuerdos a la comprobación de los hechos sólo hay un paso. Winckelman se estremece al leer el sustantivo de doble connotación. ¿Es la liquidación un ejercicio puramente contable? ¿Fue aquella liquidación algo meramente administrativo? Y, ¿qué se trataba de administrar? ¿La barbarie? Ésta, ¿fue un efecto o ya se iba engendrando como causa en los delirios de grandeza que venían de atrás? Mas la aritmética de los libros de cuentas es un factor que, aunque complejo y correoso, resulta liviano. Se trata de que el cuadre funcione. Que el debe y el haber se equilibren. Que los resultados puedan ofrecerse con claridad y certeza. Algo que en las matemáticas de los acontecimientos sociales, esos que cuando pasa un tiempo se da en llamar históricos, no se reproduce de la misma forma. ¿Por qué es tan incierto trazar líneas claras en la política o en las relaciones sociales? ¿Por lo torcidos que resultan los intereses en juego? ¿Porque la correlación de fuerzas es lo que impera y ésta se halla sometida a un vaivén más complejo que las leyes de la misma física elemental? ¿Porque los ingredientes, compuestos de azar e intereses extraordinariamente ambiciosos y espurios, desbordan previsiones, planes y órdenes? ¿Acaso porque la incidencia de lo inesperado sobrepasa las configuraciones más estrictas? ¿Quién mide la interrelación de causas y efectos que se alimentan mutuamente sin acabar de saber dónde empiezan unos y acaban otros?¿Es la endiosada mitología humana la que persigue a los próceres para acometer hazañas que se vuelven contra ellos mismos, pero que se ceban en los siervos? ¿Son los súbditos los que acogen el engaño como manifestación entusiasta que da sentido, no importa si es equívoco, a sus vidas? Y si estos mismos súbditos asumen los cantos de sirena, ¿pueden quedar exculpados cuando suenen las trompetas de la catástrofe? Las urnas fueron un señuelo, todo se consagró como perfectamente legal. Pero no era la fe en el procedimiento lo que arrastró a los súbditos, pues, como muy bien se vio, una gran masa no concedió ni fe ni esperanza ni resistencia activa a lo que se veía venir. Acaso ésa fue la trampa. Y, sin embargo, los súbditos declarados y entontecidos por una épica de tramoya decidieron respaldar la ascensión de la bestia. Es fácil ver los acontecimientos con la distancia del resultado. Con el paso del tiempo, hay otra visión del paisaje. Las consecuencias flagrantes abrieron una herida desgarradora en todo el país. El ánimo tibio y apocado vuelve a cuantos han sobrevivido más receptivos a una verdad que cuesta, no obstante, aceptar. Winckelman recuerda. Él también se encuentra ante otra liquidación, su pasado. Que no significa olvido, sino superación. Aquella casa es la excusa. Aquel territorio que nunca había pisado anteriormente es la atracción. La guerra aún latente en los recuerdos, el accidente. No tiene ya una edad demasiado dinámica para prospectar excesivas aventuras. Salvo que la sorpresa se le esté brindando más allá de los objetos de la vieja maleta, de la casa que pretende remozar y de la mujer de la estación de la que no sabe bien qué cabe esperar.
Pero de la euforia de los recuerdos a la comprobación de los hechos sólo hay un paso. Winckelman se estremece al leer el sustantivo de doble connotación. ¿Es la liquidación un ejercicio puramente contable? ¿Fue aquella liquidación algo meramente administrativo? Y, ¿qué se trataba de administrar? ¿La barbarie? Ésta, ¿fue un efecto o ya se iba engendrando como causa en los delirios de grandeza que venían de atrás? Mas la aritmética de los libros de cuentas es un factor que, aunque complejo y correoso, resulta liviano. Se trata de que el cuadre funcione. Que el debe y el haber se equilibren. Que los resultados puedan ofrecerse con claridad y certeza. Algo que en las matemáticas de los acontecimientos sociales, esos que cuando pasa un tiempo se da en llamar históricos, no se reproduce de la misma forma. ¿Por qué es tan incierto trazar líneas claras en la política o en las relaciones sociales? ¿Por lo torcidos que resultan los intereses en juego? ¿Porque la correlación de fuerzas es lo que impera y ésta se halla sometida a un vaivén más complejo que las leyes de la misma física elemental? ¿Porque los ingredientes, compuestos de azar e intereses extraordinariamente ambiciosos y espurios, desbordan previsiones, planes y órdenes? ¿Acaso porque la incidencia de lo inesperado sobrepasa las configuraciones más estrictas? ¿Quién mide la interrelación de causas y efectos que se alimentan mutuamente sin acabar de saber dónde empiezan unos y acaban otros?¿Es la endiosada mitología humana la que persigue a los próceres para acometer hazañas que se vuelven contra ellos mismos, pero que se ceban en los siervos? ¿Son los súbditos los que acogen el engaño como manifestación entusiasta que da sentido, no importa si es equívoco, a sus vidas? Y si estos mismos súbditos asumen los cantos de sirena, ¿pueden quedar exculpados cuando suenen las trompetas de la catástrofe? Las urnas fueron un señuelo, todo se consagró como perfectamente legal. Pero no era la fe en el procedimiento lo que arrastró a los súbditos, pues, como muy bien se vio, una gran masa no concedió ni fe ni esperanza ni resistencia activa a lo que se veía venir. Acaso ésa fue la trampa. Y, sin embargo, los súbditos declarados y entontecidos por una épica de tramoya decidieron respaldar la ascensión de la bestia. Es fácil ver los acontecimientos con la distancia del resultado. Con el paso del tiempo, hay otra visión del paisaje. Las consecuencias flagrantes abrieron una herida desgarradora en todo el país. El ánimo tibio y apocado vuelve a cuantos han sobrevivido más receptivos a una verdad que cuesta, no obstante, aceptar. Winckelman recuerda. Él también se encuentra ante otra liquidación, su pasado. Que no significa olvido, sino superación. Aquella casa es la excusa. Aquel territorio que nunca había pisado anteriormente es la atracción. La guerra aún latente en los recuerdos, el accidente. No tiene ya una edad demasiado dinámica para prospectar excesivas aventuras. Salvo que la sorpresa se le esté brindando más allá de los objetos de la vieja maleta, de la casa que pretende remozar y de la mujer de la estación de la que no sabe bien qué cabe esperar.
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