(Indagaciones IV)
Su piel sonrosada ha sido tocada por el viento inclemente de la costa. Se ha tomado el día para acercarse hasta uno de los cabos más septentrionales. En el mesón le habían hablado de los faros que jalonan las radas dispersas, de uno de los cuales se dice que fue fundación vikinga. Quiere verlo. Ha madrugado y tras efectuar un breve recorrido en el tren que sigue ruta hacia la capital de la provincia ha tomado un taxi, que le ha conducido hasta la aldea de pescadores. Apenas se ven vecinos. Las tareas exigen dedicación a la gente activa y el clima sentencia el recogimiento de los ancianos en las casas. El día está claro, pero el viento se desplaza en líneas transversales y compromete el paso del caminante. Se sujeta el sombrero con fuerza; la bufanda aletea en torno a su cuello y el gabán ondula como todo su cuerpo, proa a los acantilados. Siente una humedad afilada troceándole las ingles. Anda a pie los escasos dos kilómetros que hay hasta el cabo. Los recorre quebrándose sobre los perfiles de un suelo rocoso, pobre en vegetal, nutrido por una capa de sal extremadamente densa. Mar adentro crece una neblina aparente que esconde la misma línea del horizonte. El faro simula antigüedad, pero no descubre en él la fama legendaria que le habían comentado. Tal vez es sólo mito. Y como todos los mitos se trata de palabra dispersa, de consumación de una historia en la que nadie cree ya y que no sirve para nada. Los mitos tienen sus límites. A veces simplemente caen en el olvido o hibernan esperando otro tiempo, otra oportunidad donde tener de nuevo un significado para los hombres. Piensa que acaso está reconstruido. Demasiadas guerras en el siglo y en los anteriores como para pretender que permanezca incólume. Puede que ni siquiera sea aquél el emplazamiento antiguo. Ni siquiera los faros encarnan la referencia inasequible, en tiempos en que las banderas, los himnos y las doctrinas se muestran quebradizas. H. Winckelman se palpa escéptico hasta de las piedras. Valora los monumentos en su justa apreciación; no gusta de convertirlos en símbolos aunque se extasíe ante ellos. Se sorprende por la base cuadrangular del faro. Un edificio, más que un armazón, de piedra y ladrillo rematado por un lucernario amplio que vigila todas las puntas de la rosa de los vientos. Ha llamado al pequeño portalón, pero nadie le ha respondido. Tal vez esté abandonado porque ya no cumpla las tradicionales funciones; tal vez las técnicas modernas suplen la presencia continua del farero; o acaso éste se ausenta para echar un pulso a su soledad y encontrarse con alguna mujer. Son pensamientos posibilistas con los que pretende demorar la espera. Sentado en el escalón de la torre agudiza la mirada sobre un paisaje borroso que apenas se advierte. El viajero espontáneo siente cierta frustración por haber llegado hasta aquel alejado remate de la costa y no haber visto el faro por dentro. Le hubiera gustado charlar con el ermitaño que debe vivir allí, pero como nada hay irreparable lo deja para otra ocasión. Al emprender el retorno pasa al lado de un pequeño cementerio. Entra. O hace mucho tiempo que no se muere nadie o es que no hay nadie para morirse, discurre jugando con la frase. Hay una tumba donde los nombres se leen con dificultad, pero cierta cita le requiere. En tamaño más grande, una letra gótica estampa un epitafio irreversible:
Su piel sonrosada ha sido tocada por el viento inclemente de la costa. Se ha tomado el día para acercarse hasta uno de los cabos más septentrionales. En el mesón le habían hablado de los faros que jalonan las radas dispersas, de uno de los cuales se dice que fue fundación vikinga. Quiere verlo. Ha madrugado y tras efectuar un breve recorrido en el tren que sigue ruta hacia la capital de la provincia ha tomado un taxi, que le ha conducido hasta la aldea de pescadores. Apenas se ven vecinos. Las tareas exigen dedicación a la gente activa y el clima sentencia el recogimiento de los ancianos en las casas. El día está claro, pero el viento se desplaza en líneas transversales y compromete el paso del caminante. Se sujeta el sombrero con fuerza; la bufanda aletea en torno a su cuello y el gabán ondula como todo su cuerpo, proa a los acantilados. Siente una humedad afilada troceándole las ingles. Anda a pie los escasos dos kilómetros que hay hasta el cabo. Los recorre quebrándose sobre los perfiles de un suelo rocoso, pobre en vegetal, nutrido por una capa de sal extremadamente densa. Mar adentro crece una neblina aparente que esconde la misma línea del horizonte. El faro simula antigüedad, pero no descubre en él la fama legendaria que le habían comentado. Tal vez es sólo mito. Y como todos los mitos se trata de palabra dispersa, de consumación de una historia en la que nadie cree ya y que no sirve para nada. Los mitos tienen sus límites. A veces simplemente caen en el olvido o hibernan esperando otro tiempo, otra oportunidad donde tener de nuevo un significado para los hombres. Piensa que acaso está reconstruido. Demasiadas guerras en el siglo y en los anteriores como para pretender que permanezca incólume. Puede que ni siquiera sea aquél el emplazamiento antiguo. Ni siquiera los faros encarnan la referencia inasequible, en tiempos en que las banderas, los himnos y las doctrinas se muestran quebradizas. H. Winckelman se palpa escéptico hasta de las piedras. Valora los monumentos en su justa apreciación; no gusta de convertirlos en símbolos aunque se extasíe ante ellos. Se sorprende por la base cuadrangular del faro. Un edificio, más que un armazón, de piedra y ladrillo rematado por un lucernario amplio que vigila todas las puntas de la rosa de los vientos. Ha llamado al pequeño portalón, pero nadie le ha respondido. Tal vez esté abandonado porque ya no cumpla las tradicionales funciones; tal vez las técnicas modernas suplen la presencia continua del farero; o acaso éste se ausenta para echar un pulso a su soledad y encontrarse con alguna mujer. Son pensamientos posibilistas con los que pretende demorar la espera. Sentado en el escalón de la torre agudiza la mirada sobre un paisaje borroso que apenas se advierte. El viajero espontáneo siente cierta frustración por haber llegado hasta aquel alejado remate de la costa y no haber visto el faro por dentro. Le hubiera gustado charlar con el ermitaño que debe vivir allí, pero como nada hay irreparable lo deja para otra ocasión. Al emprender el retorno pasa al lado de un pequeño cementerio. Entra. O hace mucho tiempo que no se muere nadie o es que no hay nadie para morirse, discurre jugando con la frase. Hay una tumba donde los nombres se leen con dificultad, pero cierta cita le requiere. En tamaño más grande, una letra gótica estampa un epitafio irreversible:
Porque el Amor es duro
Como la Muerte
El Deseo es despiadado
Como el Sepulcro
Ha vuelto tarde al pueblo, pero aún no ha anochecido. Está cansado físicamente, y sin embargo mantiene el temple. Se deja afectar por un impulso. Decide pasar por su casa heredada antes de recogerse. La proximidad de la noche le impone por primera vez una idea constructiva. Debo hacer que me instalen la electricidad, se le ocurre. Prende un carburo que le han prestado. Una vez más, proyectando la sombra de su cuerpo flaco sobre las paredes descascarilladas, asciende hasta el sobrado. Eleva y baja el carburo, mira a todas partes, se fija con más atención en los objetos abandonados. Sacude la capa mugrienta que oscurece aquella silla, y agita con levedad la maleta abandonada, que ahora le parece más nueva, más intacta. Acaricia una de las cerraduras y se deja llevar por el contacto frío del metal. Pulsa la pestaña. Se ve atrapado en la tentación. Duda. Prende en él cierta agitación. El carburo mengua y da las últimas señales de vida. Sigue acariciando a oscuras la superficie de tela verde. Escucha su propio respirar calmo. ¿Por qué recuerda la cita de El Cantar de los Cantares de Salomón que leyó esa tarde sobre la tumba del frío cementerio?
Me gustaría ver ese faro. Sabes cómo estaba el mar?, chillaban los pájaros? Quiero saber que hay en la maleta?...
ResponderEliminarSigo el viaje
Buenos días
Olvido
Extraño relato, donde se perfila una búsqueda, no tengas prisa, no te urjas. Bona nit.
ResponderEliminarVeo a Winckelmann decidido ojalá no se le ocurra tomar un bote. Las mareas allí son tan irregulares...
ResponderEliminarLa navegación es muy peligrosa.
Observo la imagen, Winckelmann sostiene el tiempo en la pestanha de metal como si fuese un reloj de bolsillo que se hubiera parado. Es perfecto ese instante y ese movimiento.
Olvido, todo se irá sabiendo, si está en que debe saberse, jaj. H.W. volverá al faro, seguro, puesto que no había nadie, pero debe haber alguien, y él quiere ver el faro y contemplar desde el faro.
ResponderEliminarFerran, se agradece la conseja, y te voy a hacer caso, mira. Bona nit.
Paralelo, se tendrán en cuenta las indicaciones, aunque precisamente la aventura reside en el desafío a los elementos bravíos. Lo que dices de la imagen: pienso que los pre-instantes contienen el gran valor de la sorpresa. Se me está ocurriendo...¿por qué no crear preinstantes tras preinstantes? (bah, devaneos...o no)