(Variaciones XVI)
A veces la mujer joven sueña con el padre. Se le agarrota el cuerpo y desciende a unos planos tan profundos que no se siente vivir. Entonces el sueño se transforma en regresión. No sabe cómo ha llegado hasta aquel lugar. Un espacio donde el padre habla con supremacía y ella tiembla. La plática se desborda en una catarata de exigencias, como si no hubiera pasado el tiempo. Como si su independencia no hubiera existido jamás. Él la reconviene con desdén, la echa en cara la ruptura, la reclama un cambio de actitudes. El padre está más serio que nunca. Y a pesar de su estado provecto tiene el rostro contraído y la voz enérgica. Ella le suponía muerto, pero muerto no quiere decir enterrado. Y ahora resurge de no se sabe qué oscuro territorio para hacerse valer de nuevo. Qué sabe él de su vida estos últimos años. Y sin embargo todo lo que la recrimina ha acontecido. Ella se rebela, le planta cara, le escupe con miradas de desprecio, agita las manos ante su rostro, llega a darle empellones sobre el pecho. Por qué tiene aquel hombre que remover la historia de ella, como si no reconociera que jamás hubiera crecido. Por qué tiene que vivir dos veces. ¿Solamente para manifestar el poder de su cólera? ¿Para recordar su autoridad indiscutible? ¿Para justificar que nada es posible que funcione bien si él no vigila los acontecimientos y los ordena? La reprocha sus abandonos, la amonesta por su desinterés, la afea sus olvidos. Al fondo de aquel cuarto representado hay también una figura que se disuelve en el contraluz. Una mujer lejana que calla. Una mujer que palidece y trata de contener sus agitaciones. Una mujer que apenas alza una voz temblorosa y no logra imponer cierto afán conciliador entre la hija y el padre. Una mujer que se derrumba y se diluye entre lloriqueos de frustración. La hija se excita más, le exhibe aquella imagen del patetismo a su padre, eleva el tono rabioso de su palabra para imponerse a él, le insulta, le advierte, le avergüenza. Y a pesar de su autodefensa la mujer joven se percibe convulsa, sangrante, estremecida. Hay un instante leve en que el padre calla y la mira con bondad. Está sorprendido por el valor de ella, pero su soberbia no le permite el reconocimiento ni la aceptación. La hija calla también. Están solos. La mujer anciana del fondo de la habitación hace rato que ha perecido en su debilidad mediadora. El padre y la hija están rendidos. Una luz intensa que quiebra la puerta va ocupando la estancia. El sacrificio no ha valido la pena. Ambos caen derribados por el desentendimiento.
(Fotografía del checo Jan Saudek)
A veces la mujer joven sueña con el padre. Se le agarrota el cuerpo y desciende a unos planos tan profundos que no se siente vivir. Entonces el sueño se transforma en regresión. No sabe cómo ha llegado hasta aquel lugar. Un espacio donde el padre habla con supremacía y ella tiembla. La plática se desborda en una catarata de exigencias, como si no hubiera pasado el tiempo. Como si su independencia no hubiera existido jamás. Él la reconviene con desdén, la echa en cara la ruptura, la reclama un cambio de actitudes. El padre está más serio que nunca. Y a pesar de su estado provecto tiene el rostro contraído y la voz enérgica. Ella le suponía muerto, pero muerto no quiere decir enterrado. Y ahora resurge de no se sabe qué oscuro territorio para hacerse valer de nuevo. Qué sabe él de su vida estos últimos años. Y sin embargo todo lo que la recrimina ha acontecido. Ella se rebela, le planta cara, le escupe con miradas de desprecio, agita las manos ante su rostro, llega a darle empellones sobre el pecho. Por qué tiene aquel hombre que remover la historia de ella, como si no reconociera que jamás hubiera crecido. Por qué tiene que vivir dos veces. ¿Solamente para manifestar el poder de su cólera? ¿Para recordar su autoridad indiscutible? ¿Para justificar que nada es posible que funcione bien si él no vigila los acontecimientos y los ordena? La reprocha sus abandonos, la amonesta por su desinterés, la afea sus olvidos. Al fondo de aquel cuarto representado hay también una figura que se disuelve en el contraluz. Una mujer lejana que calla. Una mujer que palidece y trata de contener sus agitaciones. Una mujer que apenas alza una voz temblorosa y no logra imponer cierto afán conciliador entre la hija y el padre. Una mujer que se derrumba y se diluye entre lloriqueos de frustración. La hija se excita más, le exhibe aquella imagen del patetismo a su padre, eleva el tono rabioso de su palabra para imponerse a él, le insulta, le advierte, le avergüenza. Y a pesar de su autodefensa la mujer joven se percibe convulsa, sangrante, estremecida. Hay un instante leve en que el padre calla y la mira con bondad. Está sorprendido por el valor de ella, pero su soberbia no le permite el reconocimiento ni la aceptación. La hija calla también. Están solos. La mujer anciana del fondo de la habitación hace rato que ha perecido en su debilidad mediadora. El padre y la hija están rendidos. Una luz intensa que quiebra la puerta va ocupando la estancia. El sacrificio no ha valido la pena. Ambos caen derribados por el desentendimiento.
(Fotografía del checo Jan Saudek)
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