"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 10 de mayo de 2007

La cartera olvidada



Con el último viaje trasportó una gestación de letras. Fue hace mucho tiempo. Unas eran prestadas, otras maduraban en la profundidad de sus compartimentos, otras se insinuaban cada vez que descubría los cierres en sórdidas pensiones de estaciones modestas. No se supo nunca de dónde venía. Sus estancias en las ciudades y en los pueblos por los que pasaba el ferrocarril podían variar. Unas veces se alojaba una semana, otras pernoctaba tan sólo una noche. Ni él mismo sabía por qué se detenía más o menos tiempo en un lugar. Una amable conversación escuchada podía demorarle varios días. Unas risas hipócritas le apartaban en pocas horas de la última geografía. Sus destinos eran tan provisionales como su propio estado de ánimo. Los paisajes no le estimulaban demasiado. El rumor de las calles no le seducía. Se sentía cómodo entre los silencios. Por la mañana madrugaba para ver encenderse la ciudad de actividad. Cuando los ruidos de los abastos le parecía que sonaban como el canto de las aves. Luego se recluía. O daba largas caminatas por los arrabales para contemplar el mapa de la población desde lejos. Por las noches leía a la luz de un flexo la novela de algún clásico. Cuando la terminaba buscaba un mercadillo o una tienda de chamarilero para malvender el libro. O cambiarlo por otro. Su biblioteca era móvil y cambiante, como una fotografía vívida de él mismo. Pero siempre renovada. En sus ratos de recogimiento se acostaba sobre un camastro y leía una y otra vez sus propias escrituras. A fuerza de releerlas cada noche habían regresado a su memoria y allí las rehacía. Luego rompía los folios atrasados y guardaba los nuevos hasta el siguiente trayecto. Sus escritos no salían de la cartera sino para sus manos, sino para sus ojos. En ocasiones se manchaban de grasa, cuando a punto de tomar un nuevo tren guardaba un bocadillo de arenques o de chorizo envuelto en papel de periódico. Pero eso no le preocupaba; incluso el corrimiento de la tinta le hacía recabar la atención sobre un párrafo y podía reconstruir el mismo o el texto entero. Su lema interior era que había que asumir el accidente de la vida hasta su hez. La alteración no era una catástrofe, más bien un signo de recreación, cuando no una meta. Por eso no cesaba de viajar. Desplazarse sin más era su único sentido y el resto de sus prudentes actividades se amoldaban al objetivo principal. Intercambiaba territorios, vagones de tercera, pensiones decrépitas, olores, miradas apagadas. Pero jamás se desproveía de su maleta encinta. Un día no se bajó del tren que le conducía a un pueblo del país profundo que se negaba a reconocer. La cartera quedó olvidada en un viejo almacén de aquella estación término.

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