A veces la ciudad es un espectro. Una conjunción de sombras y de humedades que desestabilizan los objetos. Nos da miedo andar por las calles y lo hacemos a distancia, como si los espacios desocupados fueran fosos que nos otorgaran seguridad. Pisamos sobre espejos, con cautela y discretamente, para que no reflejen de manera equivocada nuestras figuras. Las ráfagas de aire y lluvia alteran la tenue corriente de luz que viene desde la calle 64. A veces la gente no nos diferenciamos del mobiliario urbano. El paso de un tranvía o de un automóvil nos inmoviliza y si apareciera un fotógrafo por aquí no nos distinguiría de los postes del tendido eléctrico o de los buzones de correos. He quedado con Bill, me llamó esta mañana al matadero, tiene urgencia por verme. Me intriga, hace meses que no le veo. Incluso llegué a pensar que habíamos dejado de ser amigos. No, pedirme dinero seguro que no. Jamás lo ha hecho. Tiene que ser algo de los viejos tiempos, y eso me intranquiliza más. Alguna vieja cuenta pendiente con el juego, pero ¿a estas alturas? Nunca se sabe. Ya voy tarde, cada vez me entretengo más al cambiar de tranvías. La culpa es de la quiosquera de la calle 92. Se empeña en darme palique desde que se escapó su marido con la chica que vino de provincias. Creo que la mujer trata de superar la crisis echándome los tejos. Rozando la cincuentena, mantiene un tipo bastante fino y no se advierte en ella estrago alguno de la desafección de su esposo. Hace días que me conmina a que me quede un rato por su zona. Dice que con la temporada desapacible que llevamos va a cerrar el puesto pronto y propone que un atardecer de estos nos tomemos juntos unas copas. De momento, no ha concretado dónde. Me tienta la sugerencia, pero ya se sabe, un día es en el bar de la manzana siguiente y el segundo en otro más cercano y al tercer día querrá que sea en su piso. Y no es que haga ascos a entrar en su casa, pero eso limitaría el encuentro, porque a mi me gusta encontrarme con mis amigos o con mis amantes sobre todo en los bares. Bill es un amigo alterno. No puedo decir que haya sido permanente ni fijo, pero sí bastante fiel. Al menos durante las temporadas que nos hemos visto. Supongo que la primera vez que le conocí fue de manera casual, en una barra o en alguna reunión del sindicato, o ahora que lo pienso tal vez en las gradas del estadio donde se jugaba algún partido del 13. No lo recuerdo claramente. Además, siempre mediaba más gente entre nosotros, porque yo siempre me he movido en una buena cuadrilla. El solitario que soy ahora es una consecuencia bastante reciente. Y no sé muy bien por qué. Es como si estos dos o tres últimos años las cosas de siempre no me interesaran apenas. Incluso es probable que esa fuera la razón por la que mi mujer me abandonó. Aunque no la arriendo la ganancia, total para volver a vivir con su madre y su hermana cleptómana. A mi me sigue pareciendo raro este proceder mío. De verme envuelto en entornos de gente diversa y de salir muchas noches a los condados de la proximidad he pasado a una especie de reclusión que me tiene preocupado. No me he considerado nunca indolente. Tampoco es que haya sido extremadamente activo, pero sí me he tenido por una persona relacionada. Y no, no estoy mal así. Excepto cuando a veces me sobreviene como una sugestión de ancianidad precoz, a mi, que medio la cuarentena. Me sucede algunas noches. Me da como una conmoción y entonces me levanto de la cama sudando la gota gorda y me miro en el espejo. No sé si es por la bombilla de tan pocos vatios o por qué, pero me veo arrugado y desaliñado. La pérdida de pelo no ayuda mucho tampoco a mantenerme en una buena racha de autoestima. Y mira que me han recomendado tratamientos, pero no conozco a uno sólo de los que predican que puedan hacerlo con el propio ofrecimiento de su imagen. Si la quiosquera supiera de estos prontos míos es probable que no se atreviera a invitarme. Bill habrá llegado ya al bar de Rockwell, seguro. Espero que no se intranquilice demasiado por mi tardanza, y sobre todo deseo que no se arrepienta o que no me conceda un margen tan estrecho de tiempo como para dejarme plantado. Claro, que entonces sería él quien se plantara a sí mismo. Después de todo es él el que ha pedido verme. No he olvidado el cartón de Farways, es la marca de tabaco que siempre le gustó. Pero, ¿y si ya no fuma? Cuanto más deprisa voy, menos parece que me cunde. Tengo los bajos del pantalón calados y el pasamontañas ya no impermeabiliza. Me interesa apresurarme o acabaré con pulmonía.
(La misteriosa fotografía urbana es del neoyorquino de Brooklyn Arthur Leipzig)
Yo no diría tanto que es la luz de pocos vatios (que puede que tambén) sino los azulejos amarillos que son matadores. Da igual la iluminación que tengas, con semejantes azulejos cualquier parece un pobre diablo. Te lo digo yo que tengo esos mismos azulejos y cuando me miro antes de ir a trabajar me dan ganas horribles de llorar.
ResponderEliminarNadie le va a contar a la quiosquera lo de tus prontos. Pero yo diría que aún sabiendolo no iba a cambiar lo de sus ganas de invitarte. Tú no lo sabes, pero yo la he visto muchas veces, (cuando voy a comprar mi número semanal de blue note), seguirte con la mirada hasta perderte de vista. De vez en cuando la he observado desde la otra esquina En el café Le Bras de Mar, donde siempre tocan esa canción "Deep as love"
Salúdame a Bill. Él sigue fumando, lo vi de lejos el juves en la noche. Es cuando su nuevo bombón tiene libre.
Abrígate, no dejes que se te seque la ropa sobre el cuerpo.Si no ¿ cómo decirle a la quiosquera que te pusiste enfermo?