"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 28 de enero de 2007

El último vuelo


Tal vez he subido demasiado alto. Las cimas de las montañas son así. Te sitúan por encima de las nubes, pero eso es ridículo porque no ves nada. Ves un plano espacial diferente, un nivel donde no se vive habitualmente. Donde ni siquiera los cabreros consideran que merece la pena habitar. Donde la contemplación es un pasatiempo. Empecé a subir hasta aquí porque durante los días claros que, ordinariamente, suele coincidir con mis horas turbias, necesitaba otra perspectiva. Una mirada de la no visión. No me siento instalado en trono alguno. La banqueta es una excusa para que mis posaderas se permitan girar en todas direcciones y mis pies colocarse en posición cambiante. Parezco un primate, ciertamente. Pero se trata solamente de una apariencia. Los primates fueron descendiendo y adaptándose a la horizontalidad de la sabana. Su bajada al llano fue el principio del fin, pero también el descubrimiento del origen. Yo aquí sólo pretendo amoldarme al ascenso, a la necesidad de distanciarme, a la urgencia por perder gravedad. Mi búsqueda es otra, y acaso no lo sea tan contra natura como aparenta. Aquí arriba, aquí encima del mundo, podría decir que me advierto menos oprimido por lo común. Que tanta altura me fuerza a ver las dimensiones de manera mucho más relativas. Incluso cuando los ángulos y los vértices y los volúmenes se desdibujan. Es verdad que entonces temo perder el contacto con la superficie del paisaje, y me asusta verme desprovisto de sentido. Una pizca de ansiedad me asalta en ese instante, pero me basta recordar la escasa oxigenación de mi alma allá abajo para consolarme y percibirme pleno de estímulo nuevamente. Por otra parte, tanta territorialidad a mis pies me asombra e incluso me entusiasma. Sus cromatismos me deslumbran, sus desiguales perfiles me excitan, sus contrastes entre ocupación y vaciedad me provocan. No lo hubiera imaginado. La lejanía se multiplica por enésimas potencias y mis ojos tienen un alcance escaso. A veces me hiere la duda: si aquello que he abandonado no merecería la pena, y si no habré sido incapaz de entenderlo. Los vuelos de las aves rapaces manifiestan que ya no me consideran un advenedizo, sino que empiezan a aceptarme como una representación que puede jugar su papel en este cosmos superior. No sé de qué otra manera pueden admitirme. Ni siquiera sé si su universo de pautas y conductas y luchas por la supervivencia precisa de imágenes simbólicas donde yo pueda jugar un papel. De momento, ellas se han distanciado y me sobrevuelan respetuosamente. Uno se siente en esta lanzadera absolutamente despegado. La tentación del vuelo es atractiva, pero aunque mi condición natural se nutre también de ilusión y de irrealidad todavía me contengo. Todavía pesan más las acendradas tendencias de mi vida inferior, aunque no ignoro que todo es cuestión de adaptación y que antes o después extenderé los brazos hacia el cielo y probaré. Pero se supone que será otra fase. Incluso supondrá el logro del karma. En principio he subido hasta aquí para reorientarme. No obstante la observación a esta distancia está trastocada, y sé que me arriesgo a perder las referencias. Parece una contradicción: pretender una nueva orientación desestimando la proximidad y el conocimiento inmediato no suena práctico ni destila posibilidades de éxito. Créanme, las cosas aquí arriba no se enfocan del mismo modo que donde están ustedes. Aquí lo importante es dejar de tocar, dejar de ansiar, dejar de relacionar, dejar de planificar, dejar, en fin, de necesitar. En estas alturas incluso soñar, en su doble acepción, se revela con otros parámetros. Me ha costado un poco, pero he empezado a notar mejoría en mi organismo con esta terapia del alejamiento. Esta sensación de ir olvidando, de estar desaprendiendo, de ignorar el mundo del que procedo ya no es angustiosa. Necesitaba la altura para ejercitarme en esta translación que me renueve. Tal vez la pertenencia a la especie pueda convertirse pronto en ausencia. Créanme, no me merecía formar parte de ella. Nadie elige el principio. Nadie desea el fin. Quién sabe si estoy dispuesto a elegir y decidir el salto.
(Fotografía titulada Birdwatching, del artista Ivan Cap)

3 comentarios:

  1. Creo que ha merecido la pena el vuelo.Trasladarse, volar y olvidar,gritar palabras, todo forma parte del eterno viaje.

    Buenas noches fackel

    ResponderEliminar
  2. Fackel, no se ponen los humanos de acuerdo sobre qué es situarse arriba. Algunos, cuanto más alto suben, menos ven, y menos hacia dentro de sí. Tu ascensión no es la de la posesión, sino la del dolor y la huída, la de la duda y la búsqueda. Como dirías, la de la calma interior, ¿será posible? Quien más quien menos, necesitamos otra visión, otro remonte, acaso otro vuelo, como sugieres. Buen festivo, F.

    ResponderEliminar
  3. Gracias, Olvido, pero ¿eterno viaje? Espero que sea algo diferente a lo del viaje eterno. Eterno, eterno sólo he sentido el tiempo de las clases escolares en una infancia de otro paisaje. Todo lo demás, efímero. Y gran parte de lo ordinario: irresoluble, irresoluble. (Uno está automordaz hoy)

    Sí, Pardo, creo que la calma es posible. Con constancia y ascensión, desde luego.

    ResponderEliminar