"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 27 de diciembre de 2006

Un hombre de Perec



A veces uno se pregunta por qué no ha leído antes ciertos libros. Como Un hombre que duerme, de Perec. Claro que si lo hubiera leído antes, ¿le habría llegado a uno igual? ¿De qué manera habría captado este dibujo detallista y este diagnóstico quirúrgico del solitario sino sintiéndose en sí mismo también solitario, a ciertas alturas ya de la vida?

“Estás solo. Aprendes a caminar como un hombre solo, a pasear, a deambular, a ver sin mirar, a mirar sin ver. Aprendes la transparencia, la inmovilidad, la inexistencia. Aprendes a ser una sombra y a mirar a los hombres como si fueran piedras.”

Y es que en el relato de Perec hay algo de diario descerrajador de una vida rutinaria, esa vida que es un dejarse llevar, una costumbre y una monotonías salvajes, y donde no posees el tiempo y donde éste te desprecia. Pero el protagonista de Perec, antes de concederse a la abulia se ha escapado de los planes que tenían sobre él, y lo ha notado: “Algo se rompía, algo se ha roto. Ya no te sientes -¿cómo decirlo?- sostenido: algo que, te parecía, te parece, te ha confortado hasta entonces, te ha alegrado el corazón, el sentimiento de tu existencia, de tu importancia casi, la impresión de estar adherido, de nadar en el mundo, de pronto te abandona.”

Tras la huída y el aislamiento que avanza, cierta paralización. Ya no tiene sentido hacer las cosas por un plan, por un objetivo; si las haces, las haces con cierta indolencia, como embarcándote en un mero instinto de supervivencia. “No desear ya nada. Esperar, hasta que ya no haya nada que esperar. Deambular, dormir. Dejarte llevar por las multitudes, por las calles. Seguir las cunetas, las rejas, el agua a lo largo de las riberas. Caminar por los muelles, rozar las paredes. Perder el tiempo. Salir de todo proyecto, de toda impaciencia. Estar sin deseo, sin despecho, sin rebeldía” Es ahí donde Perec va a poder radiografiar hasta la extenuación o el desinterés cada acto, cada movimiento, cada comportamiento. Allí donde la sociología de masas y el individuo echan un pulso sin saber quién es quién y para qué fin.

Lo que parece cambio, rotura o dejación, se convierte también en consolidación de lo ya intuido, y en apatía, indiferencia, para seguir sin llegar a ninguna parte. “Lo que te desconcierta, lo que te conmueve, lo que te da miedo, pero a veces te exalta, no es lo repentino de tu metamorfosis, sino al contrario, justamente, el sentimiento vago y pesado de que no se trata de una metamorfosis, de que nada ha cambiado, de que siempre ha sido así, a pesar de que hasta ahora no lo sabías.”

Hay una relación exuberante de la banalidad en este libro, un desglose puntillista y vertiginoso de lo trivial, de lo manifiesto, a través de la descripción de la cotidianeidad de los objetos, de las actitudes, de los ejercicios, de los roces entre la grey y los tipos, de las poses y de las aquiescencias sociales. Una descripción que actúa como exorcismo radical de lo común y estereotipado, y que adquiere especial virulencia sobre aquellos lectores que se consideren eternos seres en crisis. “Casi no has vivido y, sin embargo, todo está dicho, ya terminado”

La renuncia a lo trazado anteriormente, se ofrece como vía de aprendizaje, casi taoísta. “Te queda por aprender todo lo que no se aprende: la soledad, la indiferencia, la paciencia, el silencio. Debes desacostumbrarte de todo: de ir al encuentro de aquellos con los que conviviste durante tanto tiempo, de regodearte en la complicidad sosa de amistades que van sobreviviéndose, en el rencor oportunista y cobarde de relaciones que se deshilachan”. Hay algo de tratado del saber vivir frente y contra el agobio de la vida cotidiana, o al menos una queja, una necesidad de invocar otro modo de seguir estando entre los vivos.

¿Salvado por la promesa del movimiento continuo? En absoluto. Ésta sería la percepción de los mortales que nos consumimos en el orden y en el acatamiento de lo ordinario que, a su vez, se nos vende como salvador. “Caminar incesante, incansable. Caminas como un hombre que carga con unas maletas invisibles, caminas como en hombre que sigue su sombra. Caminar de ciego, de sonámbulo, avanzas con paso mecánico, interminablemente, hasta olvidar que caminas” ¿Existe mayor descripción paradójica?

Formalmente apasionante, el estilo galopante de Un hombre que duerme adquiere un tinte catártico y envolvente. Sin errores de recurrencias, y ya es difícil, este libro es un paseo circular que te deja al final...¿cierta angustia? ¿cierta lasitud? ¿cierta conciencia de ése también soy yo? Sigue siendo un libro apto para eternos rebeldes o descontentos ocultos, pero sin que quepa esperar recetas a cambio.

(La pintura de la parte superior es del ruso Kasimir Malevich)

3 comentarios:

  1. Fackel me ha gustado mucho esa 'interiorización' del del libro.
    Gracias por compartirlo. Hay libros que duelen, ¿verdad?.
    Un saludo

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  2. Me pica la curiosidad, a ver si encuentro el libro.

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  3. Me sugiere, Fackel, un texto de riesgo. Si has podido con él...

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